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Ana María Tomás

Escribir es vivir

EL SILENCIO DE LOS CORDEROS


Nada que ver el artículo de hoy con el argumento de la estupenda película dirigida por Jonathan Demme y protagonizada por Jodie Foster y Anthony Hopkins, salvo en la muestra, una vez más, de un derroche gratuito de maldad, por supuesto, del ser humano. Decir que hay hombres que se comportan como bestias es ofender a las pobres bestias. Está claro que el ser humano tiene que llevar en el ADN una especie de gen de maldad. No pueden explicarse de otra manera ciertas actuaciones “¿humanas?” como las realizadas por algunos trabajadores de un hospital británico “privado” por torturas -y nada de supuestas, como dice la prensa, que están grabadas- a personas autistas o con problemas de aprendizaje. Se habla de cuatro trabajadores, pero, al final, han sido trece miembros del personal los que han sido despedidos.

He de reconocer que me llevan los demonios cuando se intenta buscar una explicación lógica a esa maldad que se lleva, al parecer, de manera inherente. “Que si iba bebido, que si está drogado, que si no sabía lo que hacía, que le pilló en un mal momento…”. Alguien dijo que, para que venza la maldad, sólo es necesario que los hombres buenos no hagan nada. Y aquí, entre unos que hacían y otros que consentían y callaban, la maldad ha campado a sus anchas. Ver las imágenes de un gorila, perdón a los gorilas, quiero decir de un tipo aplastando con su cuerpo sentado en una silla el cuerpo vulnerable de una chica de dieciocho años, que no puede defenderse, mientras le pisa la mano; o ver cómo les vuelcan, a otros, cubos de agua por la cabeza; o cómo los arrastran para llevarlos no se sabe muy bien a dónde; o cómo les dan bofetadas porque sí, por las buenas o, mejor dicho, por las malas… ver todo eso produce ya bastante repugnancia, pero ver, además, que esos malos tratos se les están infligiendo a personas absolutamente desvalidas dan ganas de mandar a paseo todos los protocolos sociales de normas, respeto, o espera a la justicia y darle a esta gente jarabe de su propia medicina.

Un periodista de la BBC infiltrado como empleado ha sido quien ha conseguido grabar lo que ha denominado el psicólogo clínico Andrew McDonnell como torturas a los más indefensos. Lo ha hecho sólo cinco semanas, imaginen lo que ha tenido que suponer para quienes lo sufrían sabe Dios desde cuándo. Lo peor de todo es que este tipo de trato, según un profesor de la universidad de Kent, era el habitual por los años sesenta en los centros británicos (imagino que también en otros muchos lugares) que trataban con personas vulnerables, lo que hizo que tuvieran que cerrarse. Perdonen, pero no lo entiendo. No es cerrando centros como se combate a los hijos de puta que maltratan, sino escarmentándolos. Y no sólo a quienes han torturado, sino también a quienes lo han permitido y, sobre todo, a los dirigentes que, pese a cobrar ingentes cantidades de dinero por paciente, más de cuatro mil euros por semana y paciente, no se lo pierdan, luego pagaban un sueldo de mierda por cuidar de ellos y contrataban a sádicos expresidiarios o politoxicómanos, porque, amárrense los machos, ese es el perfil de empleado que gastaba el centrito.

Seguramente serán juzgados y, en base a unas leyes que nunca entenderé a qué tipo de justicia responden, podrán ser condenados o absueltos, nunca se sabe -puesta la ley, puesta la trampa-. Dicen que los “presuntos” siempre temen a los jurados populares, seguramente porque éstos tienen una idea de la justicia con sentido común, cosa que no ocurre con la mayoría de los magistrados que se aplican a la letra con puntos y comas suficientes como para que por ahí se les escapen muchos culpables. Sí, las leyes están muy bien para los dudosos presuntos, pero para los culpables declarados habría que tener en cuenta que la justicia no es dar a todos los mismo, sino a cada cual lo que se merece.

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