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Ana María Tomás

Escribir es vivir

NOCHE MÁGICA

 

                     Como ya he dicho en alguna que otra ocasión, yo tuve la suerte de tener una abuela sabia que aprovechaba el calendario para instruirme en la ciencia de la vida. Poseía una especie de quijotesca locura, pero tenía a la vez la visión real y parémica de Sancho. Cada año, cuando se acercaba el día de san Juan, comenzaba a prepararme: “El sol entra en cáncer y anuncia el verano…, plenitud de la naturaleza, hogueras, magia…”.   Si vivir habitualmente con ella era algo mágico, la noche de san Juan era el summum, porque esta noche estaba permitido aceptar el deseo que a veces nos asalta de mandar las normas “al recreo” y vivir libremente.

 

Se ha dicho tantas veces que el hombre lo es en tanto sea dueño de sus emociones, en tanto su intelecto ejerza la supremacía sobre sus sentimientos, que es bueno, aunque sea una vez al año, dejarse arrastrar por la magia y el embrujo de la noche sanjuanera si eso lleva implícito dejar aflorar nuestra realidad más íntima. No es cuestión de desmelenarse -tampoco tendría mucho sentido hacerlo una vez al año-. Es, simplemente, dejarse sumergir en un impúdico baño de sensaciones y sentimientos como en un personal  candomblé, y comprobar cuáles son nuestros orixás particulares. Un simple pero preciso ritual que nos impida olvidar del todo que somos personas y no máquinas programadas. Intentar desandar, aunque sea momentáneamente, la senda de la vida en busca de los perdidos pasos de nuestra infancia en donde es fácil creer en hadas, gnomos y elfos. Darnos cuenta de que sólo somos niños anacrónicos y colocarnos en un tiempo donde cualquier prodigio es posible.

 

Sobre la noche de San Juan circula un sinfín de sortilegios y ensalmos capaces de someter las fuerzas de la naturaleza a nuestros deseos. Pero, al igual que muchas de aquellas pobres mujeres a las que quemaron por brujas porque bajo los efectos de la mandrágora se enfrentaban cara a cara con sus propios demonios, hoy, el sometimiento de cualquier fuerza no conseguiría sino mostrarnos la parte más incontaminada y prístina de nuestra alma, la materia prima de la que estamos hechos, que se encuentra a tropecientos mil metros de nuestra superficie psíquica.

 

El imperio de los sentidos puede ser tan peligroso como el imperio de la razón, pero en esta era cibernética cualquiera que no sea capaz de poner bajo el talón los sentidos y dejar que campee, como el mejor de los ornatos, la razón, o es un loco o un estúpido. Pero, ¿qué ocurre entonces con nuestras ansias más secretas, cómo y de qué manera las saciamos o las callamos, sin que comporten una amenaza para ese preciado valor -cada vez más cotizado- del intelecto? El riesgo va en aumento si esas emociones se acumulan, porque corremos el peligro de que ese magma emocional entre en ebullición y asole nuestra Pompeya mental.

 

Yo, por eso, obedeciendo a mi abuela, mantengo el higiénico hábito de danzar por Sanjuan alrededor de un fuego que recuerda las puertas del averno o que purifica el cuerpo del pecado -por supuesto siempre a la luz de la luna-, y dejo que afloren los temores más profundos: mis demonios, mis enemigos; y, como Dante, los envío derechitos al infierno, al círculo número ocho, por ejemplo. Y después, ya purificada, me dejo embargar nuevamente por sofismas que apuntalen las premisas que la sociedad  ha aceptado o impuesto como verdaderas. Reconvierto el volcán de mi sangre en tímida gaseosa, pero, eso sí, quedaré tan mona, tan comedida, y tan socialmente correcta, que habrá merecido la pena.  ¿Habrá… merecido la pena?

 

 

 

 

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