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Ana María Tomás

Escribir es vivir

“Tu juegas a engañarme…”

El domingo pasado, una cadena televisiva emitió la película “Sexo en Nueva York 2”, en ella, además de los vaivenes sexuales a los que nos tiene acostumbrados una de las protagonistas, la película trataba de lo difícil que resulta ser madre y trabajadora y tener que renunciar a estar presente en determinados actos importantes para los hijos simplemente porque se prioriza esa presencia en el trabajo, o porque, en otro de los casos, le desborde tener que batallar con dos niños. Estas neoyorquinas… como si sólo sirvieran para lucir palmito por las calles… Batallar, lo que se dice batallar, algunas de nuestras abuelas con once, doce y hasta diecinueve hijos. Pero a lo que iba: la protagonista principal  y su marido comienzan a ser conscientes de que, a los dos años de matrimonio (si llevaran cuarenta…), están comenzando a perder la chispa que les hizo enamorarse y desear vivir juntos y no se les ocurre mejor idea que la de darse un respiro de dos días semanales. Esos días cada uno de ellos podrían emplearlos en lo que les apeteciera hacer de manera individual y que, supuestamente, serían cosas que podrían molestar al otro o, al menos, no disfrutarlas de igual manera, léase estar con los amigos practicando algún deporte o tomando café o de compras con las amigas.

Tengo algunos amigos separados o viudos que mantienen desde hace años una perfecta relación de pareja con personas que, tras una noche de amor, en lugar de llamarse con el codo se llaman con el móvil, es decir, que cada uno se va a su casita y que comparten amor pero no cuarto de baño.

Esta idea, que ya está contenida en los hermosos versos de Khalil Gibran, funciona intermitente: “Mas dejad que en vuestra unión crezcan los espacios./ Y dejad que los vientos del cielo dancen entre vosotros./ Y permaneced juntos, más no demasiado juntos:/ Porque los pilares sostienen el templo, pero están separados./ Y ni roble ni el ciprés crecen el uno a la sombra del otro/.  Y digo intermitente porque cuando no se trata de relaciones de amigos con derecho a roce, sino de matrimonios… pues como que no, que con el hombre sí, pero con la mujer, no. ¿Y por qué? Pues sencillo: porque en esto de los espacios personales, los hombres llevan muy bien tenerlos y que sus mujeres los respeten, pero cuando se trata de la mujer… la idea de que les pertenecemos en alma y cuerpo no les permiten soportar el pensamiento de qué podremos estar haciendo sin ellos. Dicho lo cual, los hombres “generosamente” renuncian a sus “libertades” con tal de que las mujeres hagamos lo mismo. Lo que ocurre, en la inmensa mayoría de los casos, es que ellos (y cada vez más ellas) se las apañan para caminar en el filo de la navaja en un juego que, por prohibido, le proporciona la dosis de morbo necesaria para sentirse el rey del mambo. Y no, no vale que su mujer (o cada vez más frecuente, su marido) le diga que es el más de lo más del mundo mundial. No. Porque la cosa está en jugar a engañar. Pero ellos, pobrecitos, o ellas -que lo de sexo en Nueva York, también sirve para provincias y pedanías- no saben que, como dice la canción de Luz Casal, cuando: “Tu juegas a engañarme… Yo juego a que te creas que me engañas”. Y como en los juegos de cartas: lo importante no son las cartas que te salgan sino la capacidad de juego que tenga el jugador. Y, muchas veces, unos juegan de farol mientras otros se guardan ases en la manga dispuestos a sacarlos a la primera de cambio. Vamos, que no es necesario tener un basto para dar un buen mazazo en la cabeza. A veces, la sutileza de un tres de copas puede cortar más que un rey de espadas.

La pena es que hay muchos jugadores que creen que, al dominar la partida, piensan que juegan solos, como esos jugadores de ajedrez que se retan a sí mismos. Sin embargo, y esto es un error que no todos los jugadores saben ver, cuando se anda tan centrado en el propio juego se descuidan flancos, como en las tres en raya: a veces se está tan centrado en poner la tercera ficha que no se dan cuenta de que el otro jugador ha colado su propia ficha y ha sido él quien nos ha ganado.

Y es que en esto de parejas, de juegos y de engaños, como decía F. Nietzsche: “La mentira más común es aquella con la que un hombre se engaña a sí mismo. Engañar a los demás es un defecto relativamente vano”.

 

 

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