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Ana María Tomás

Escribir es vivir

¿Qué hemos hecho mal?

Cambiaba indolente de canal televisivo continuamente, pero era inútil: de todas las cadenas solo salía el hedor insoportable de la corrupción. Pensó que, al menos, se acabarían las discusiones del “tú más”, ya no cabían más “mases” en las tertulias de los partidos políticos porque, en cuestiones de podredumbre, todos tenían habas a calderadas. Dejó el mando de la televisión para responder a una llamada del móvil. Después de escuchar su nombre de la boca de una de sus hermanas, le siguieron las palabras: “La mamá ha muerto”. Miró al suelo donde, en una mantita llena de muñecos y chirimbolos jugaba su hija pequeña. Desplazó después los ojos hasta las fotos que se desparramaban por todo el salón de su otra hija. Sabía que debería haber sentido un pellizco de dolor en el corazón y quizá no haberlo apreciado le hacía sentirse, por bastante más tiempo del que le gustaría, un monstruo. Pero esa era la realidad. No sentía pena por la muerte de su madre biológica, a fin de cuentas ¿quién era aquella mujer para ella? Una madre que había sido capaz de criar y educar a hijos nacidos antes y después que ella mientras que a ella la había abandonado en un orfanato… Volvió a mirar a su hija y pensó que mataría antes de separarse de ellas.

Dudó entre seguir imbuida en la mierda que proyectaba la televisión o sumergirse en la suya propia llena de reproches, de preguntas sin respuestas, de tanta tristeza vivida con unos padres adoptivos que odiaba por haberle ocultado que era adoptada y obligarla a que lo descubriera de sopetón sin haberlo sospechado jamás. “¿Por qué, en lugar de pensar que eres adoptada, no piensas que la vida te ha regalado unos padres?” le decía su mejor amiga. Pero la voz del resentimiento siempre grita más fuerte que la de la gratitud. Claro que buscó a su madre biológica: necesitaba tener un rostro al que odiar. Y claro que su madre le dio toda clase de explicaciones sobre los terribles momentos que había vivido, sobre lo duro que fue tener que desprenderse de ella, y que por eso dejó toda la información posible para que, si un día quería encontrarla, le fuera posible hacerlo. Le explicó su chata vida en un pequeño pueblo de no importa el lugar, a fin de cuentas, en todos sitios cuecen habas y siempre hay gente que vive más la vida de los demás que la suya propia y ya les había hecho sentir a sus padres, por aquellos lejanos años de la transición, la “vergüenza” de pasearse madre soltera. Poco le importó que le explicara que, tras formar un hogar con un hombre bueno, no había forma humana de localizarla, ese privilegio solo estaba destinado a la hija y no a la madre. “Por fortuna, tú si me buscaste a mí” le dijo aquella mujer extraña que la llamaba hija con una carga emocional distinta a la que conocía en su madre adoptiva. Por supuesto que ella sí que la buscó. La buscó para tener más razones que alimentaran su odio. Constató que ya no le servían las respuestas a las preguntas que siempre se había planteado porque ahora las preguntas eran otras.

“¿Qué hemos hecho mal?” preguntaba a los tertulianos una presentadora televisiva buscando también respuesta a las razones que nos han llevado a una corrupción política escandalosa y generalizada. “Confiar en quienes no teníamos que haberlo hecho” se escuchó decir a sí misma. Apagó el televisor y continuó con sus tareas como si su vida fuese el guión escrito de una película. Nada cambiaron los titulares de las noticias del día siguiente salvo para ampliar los ya conocidos casos de corrupción de fulanitos a los que solo se les conoce dándoles un carguito; aunque, en esta ocasión la locutora no preguntaba, sino que aseveraba: “Uno de los peores males está en juzgar. Y aquí se ha juzgado a la ciudadanía  como tontos incapaces de descubrir los sucios manejos que se llevaban”. Sin quitar la vista de la tele, su hija mayor, con la boca llena de leche y galletas añadió: “La seño nos dijo ayer que detrás de cada persona hay una historia y una razón para ser como son y que teníamos que pensar eso antes de juzgar a nadie. Y nos explicó qué era juzgar”. Entonces sí sintió el pellizco de dolor, más que en el estómago, en el alma. Corrió a buscar las llaves del coche. De pronto se paró en seco, no había ya tiempo material para cruzar los cuatrocientos kilómetros y llegar al entierro de la mujer que le dio la vida, mucho menos de poder tocar, por primera y última vez su cuerpo con un poco de amor.

 

 

 

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