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Ana María Tomás

Escribir es vivir

En frasco pequeño

¿Saben aquel que diu…?

Una madre lleva a su hijo a un psicólogo, preocupada ante el comportamiento poco cívico del crío. El terapeuta habla con él, lo analiza, le hace una serie de pruebas y, al final de la consulta, sale del despacho para hablar con la madre a solas: “Mire, yo creo que lo mejor que puede hacer usted es cambiar de domicilio…”. Antes de que acabara de explicarse, ella lo interrumpe y asegura: “Claro, son las malas compañías. Así pues, ¿usted piensa que, si nos cambiamos de domicilio, se acabarán nuestros problemas?”.  “No me ha dejado terminar. Lo que quiero decirle es que se cambie de domicilio y no le dé la dirección al hijo puta que tengo ahí dentro”.

El problema es que para chiste está gracioso pero la realidad con los hijos violentos o enfermos no tiene ni chispa de gracia. Esta semana hemos compartido la noticia, terrible, de un niño de trece años que acude a su colegio como Rambo a liberar a prisioneros del Vietcom y que se carga a uno de sus profesores, para más inri, en su último día de trabajo puesto que sustituía a la titular. Y, también, la detención, por parte de la Benemérita, de dos hermanos de catorce y quince años, sospechosos de llevar en sus pequeñas espaldas más de 54 robos en La Unión. Esto sólo en una semana y conocido públicamente por lo traumático de la situación del primero y la “tela marinera” de los segundos. Sin embargo, no es algo esporádico que ocurra como un caso aislado. Aquí y allá vemos, grabadas por cámaras de seguridad de los establecimientos públicos, a mamás que entran a joyerías y, mientras ellas distraen a las dependientas, las niñas se deslizan, aprovechando sus pequeñas dimensiones, hasta las otras estanterías menos vigiladas para llevarse un suculento botín. Niños adiestrados, perfectamente, para robar como si salieran de uno de los mejores relatos de Mark Twain. Eso parece que hay detrás de muchos de los robos que efectúan los menores. Los canallas de sus mayores saben el vacío legal que hay respecto a las acciones delictivas perpetradas por niños y los utilizan sin escrúpulo alguno. Entiendo que sería una putada que padres inocentes tuvieran que cargar con los delitos que pudiera cometer algún hijo que saliera tarambana, pese a los esfuerzos que el pobre hombre hiciera para llevarlo por el buen camino, pero creo que, en determinados casos como el que nos ocupa, la Ley debería caer con todo el rigor posible sobre las cabezas de aquellos que los adiestran y los utilizan.

Harina de otro costal es el desamparo público y gubernamental que tiene la sociedad ante enfermos mentales, sean niños o mayores. No quiero imaginar el calvario de unos padres intentando aparentar normalidad, donde no la había, para que su hijo no fuese apartado, como un apestado, entre sus compañeros de clase o deporte. No quiero imaginar la angustia ante determinados comportamientos o la voluntad de domeñar el miedo de que otros vieran lo que sus ojos veían. Estoy convencida de que pensarían que podían controlar la situación en todo momento, pero ¿se puede estar tan ciego para no ver que las armas o la ideología violenta de la que se rodeaba el muchacho no iba a conducirle a nada bueno?

Los padres callan, por amor, por vergüenza… ocultan los malos tratos de sus hijos para con ellos, aunque, desgraciadamente, son tan frecuentes que cada vez hay más y más denuncias de progenitores que se ven obligados a llevar a sus hijos ante la Justicia. Y yo (y como yo, muchos) me pregunto qué estamos haciendo mal… todos.

Hace unos días, un niño de once años denunció a su padre porque este le dio una bofetada por volver a casa a las dos de la madrugada, en lugar de hacerlo a las once de la noche, como había pactado. No soy partidaria de pegar a nadie pero, lo que puede entenderse como un castigo a la rebeldía del niño, yo lo interpreto como una angustia creciente de su padre pensando en las mil posibles cosas horribles que le habrían podido ocurrir al chico. ¿Que no tuvo que pegarle…? Pues claro. Pero meter a un padre a la cárcel, porque el juez lo ha enviado derechito a prisión, me parece excesivo.

¿De dónde viene esa agresividad de la que hacen gala nuestros jóvenes? ¿Dónde ha quedado el “Honrarás a tu padre y a tu madre? ¿Quién enseña a los padres el equilibro entre permisividad y autoritarismo? No sé las respuestas, pero está claro que no podemos educar en la cultura del esfuerzo y de valores cuando, a cada momento, son bombardeados con información de triunfadores a base de ser groseros, violentos, promiscuos y casi analfabetos.

 

 

 

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