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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Cenicientas

Cortó la lechuga en trozos pequeños y la lanzó dentro de un cuenco lleno de agua. Pasó el dorso de su mano por la frente y restregó el sudor que le chorreaba por el intenso calor de las planchas y el horno. “¡Dos de calamares y una de sepia con champiñones! ¿Oído, cocina?”. “Oído” confirmó con desgana. Peló uno, dos, tres pepinos, los mismos que le importaba el debate electoral que proyectaba la pantalla de la pequeña televisión encaramada en lo alto de una de las paredes de la cocina. “¿Para qué tanto mitin si siempre van a escucharlos los que son del mismo palo que quienes los dan?” se escuchó decir a sí misma. Total, ni unos ni otros la sacarían de la cocina. Y, encima, dando gracias de poder trabajar, aunque fuera como una esclava de ollas y sartenes.

Preparó con diligencia el pedido solicitado desde la barra y se acercó hasta el mostrador que separaba la cocina del bar cuidando de no mostrarse mucho. Se daba pena a sí misma: sudaba por todos los poros de su piel; toda ella, sobre todo su pelo recogido siempre bajo una cofia, olían a aceite requemado, a cebolla cruda, a sofrito de ajos, a gambas a la plancha… y sus manos parecían las de Eduardo Manostijeras cortando, a velocidad de vértigo, toda clase de alimentos. Mientras dejaba los platos, cuidando de no ser vista desde la barra, observó cómo su marido sonreía y tonteaba mientras le servía una marinera a una rubia preciosa. Suspiró con resignación. Era una de las enfermeras del cercano Centro de Salud. Siempre iba allí a desayunar y, muchas veces, a tomarse la cerveza del mediodía. Ella y otras como ella siempre aparecían cuidadas, perfectamente vestidas, peinadas y perfumadas, todo lo contrario de cómo siempre estaba ella, que parecía haberse vuelto simplemente un robot de cocina que expende comida. Invisible como mujer hasta para su marido.  Pero el negocio es el negocio y hombro con hombro habían logrado abrirse camino en la vida con su modesto bar y sacar a su familia adelante, aunque lo del hombro fuera sólo una metáfora y al hombro de su marido ella le añadiera los brazos, las manos y el cuerpo entero al que apenas dejaba reposar entre los últimos friegues de la noche y los primeros vasos y platos del desayuno.

Claro que podía entender que a su marido se le fueran los ojos detrás de esas mujeres bonitas, alguna vez ella también se sintió así aunque ahora los humos de los fritos la diluyeran hasta hacerla desaparecer. A ella también la seducía el perfume que cada mañana traían las clientes, hasta la cocina le llegaba el aroma de unas flores que no sabría reconocer pero que le recordaban el balcón de su abuela en primavera. Pero lo importante era lo que cada día construía con su marido y el amor que siempre le entregó, y eso le daba fuerzas para enfrentarse a la ardua tarea que cada amanecer le esperaba en el negocio común.

Hace unos días me la encontré de dependienta en una perfumería atendiendo a un señor que le pedía consejo sobre qué perfume regalar a su mujer. “¿Cómo es ella?, ¿En qué trabaja?, ¿Qué le gusta?” Le preguntó al cliente. Observé cómo guiaba al comprador hacía unos frascos determinados después de que este le dijera que a su mujer le encantaba el olor del campo y el de la hierba. La saludé, la abracé y le dije que la encontraba, además de muy guapa, mucho más delgada. “Claro, me he quitado setenta kilos de grasa de un golpe”. Le dije que no fuera exagerada que en aquella cocina no había tanta grasa. “Perdona –acotó– no me has entendido: me he separado. De nada han servido todos los años entregada a él y al negocio que levantamos juntos ni todas las horas en aquella cocina sudando vida. Descubrí que me engañaba con una pelirroja perfumada que teníamos como cliente. Claro que, para perfumada, yo.”

Siempre hay un momento, en la vida de toda cenicienta, en el que aparece un hada madrina, incluso con la forma de la mayor hija de puta posible, capaz de convertir a la más “apestosa” de las cenicientas en una fragante princesa.

 

 

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