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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Libre

Larry Reddick, un hombre de cuarenta y cinco años, aunque aparenta más de sesenta y muchos, vive desde hace años en el Washington Square de Nueva York. Se instaló allí después de salir de la cárcel tras cumplir veinte años de condena por cortarles el cuello a dos tipos que mataron a su mujer y a su hijo de dos años. No era la primera vez que mataba para vengarse de la muerte: a los once años, su padre, alcohólico, mató a golpes a su madre y él cogió la pistola que había en la casa y le pegó un tiro.

Resulta oscuramente enigmático comprobar cómo la muerte es capaz de cebarse con alguien desde niño y no abandonarlo hasta dejarlo sin asidero alguno, totalmente destruido anímicamente. A veces, la vida no pone fácil la opción de mantenerse lejos de unos macabros acontecimientos. Más de una vez me he preguntado si el ser humano tiene libertad de elegir su propio destino o, por el contrario, es este el que lo elige a él. ¿Qué niño podría tener entre sus proyectos inmediatos asesinar a su padre? o ¿ver morir a su madre?… Y, a partir de ahí, ¿quién podría pensar que el destino lo esperara para asestarle el estoque definitivo.

Sin embargo, Larry ha sabido hacer de la desesperación la mayor de las libertades. Confiesa que quiso morir, que le pidió al juez que lo condenara a muerte. Nada le quedaba por lo que vivir. Sin embargo, ahora que alimenta a todas las palomas del parque, ahora que las llama a cada uno de ellas por un nombre al que responden… se pregunta qué sería de ellas si él no estuviera allí para cuidarlas y alimentarlas. Palomas, halcones, ardillas… todos se acercan a él al sonido de su voz, saben que pueden fiarse de ese hombre. Y él los llama para que los niños que acuden al parque puedan disfrutar de ellos. Él mismo les coloca en sus infantiles manos un puñado del grano que todos los días acude a comprar.  Niños y animales: su vida gira alrededor de ellos. Sabe que puede depositarles la confianza que antes le arrebataron tan brutalmente. Y sabe también el valor del tiempo. El verdadero valor, ajeno a relojes para orientarse, aquilatado por todos los instantes presentes, sin prisa alguna, para regalar a quienes se le acercan. Solo, pero no en soledad. Encarcelado en su propio drama y al mismo tiempo libre.

Siempre se ha dicho que la libertad es algo que se conquista pero, al margen de conquistas, la libertad es una actitud personal. Se puede ser libre cargado de cadenas o sentirse un total esclavo con todas las libertades posibles.

Puede que Larry Reddick sea un asesino, o un honorable vengador, como siempre todo dependerá del punto de vista que se aplique, Quizá más de un insigne hombre de leyes reconozca que él hubiera hecho lo mismo en similares circunstancias. El perdón al daño cometido hacia uno mismo siempre es más fácil de otorgar que cuando se trata de perdonar lo que le hicieron a quienes amamos. Y la naturaleza humana está siempre más presta a salir que la divina que nos habita.

Hace un año exactamente que conozco la historia de Larry y  en varias ocasiones he querido compartirla con ustedes, pero me afloraba con demasiada rotundidad la empatía hacia quien, en todo caso, no dejaba de ser un asesino.  Me decía que necesitaba la distancia justa para hacerles a ustedes un retrato de quien, pese al drama de su vida, ha sabido conjugar la vida con la muerte. Pero hoy escribiendo esto me doy cuenta de que no es verdad, de que el tiempo que he dejado trascurrir no ha servido de nada porque pese a mis esfuerzos por ser aséptica no lo estoy logrando: en el fondo y en la superficie de mis palabras late un sentimiento de conmiseración hacia él al tiempo que una larvada admiración  por su valentía al plantarle cara a la muerte, al desafiarla  lanzándole a sus ciegas oquedades un muerto por cada uno de los que ella le arrebató hasta dejar la victoria en tablas: tres a tres. Y lo imagino ahora, sosegado, escrutando en el cielo el vuelo de sus palomas, viendo en ellas la metáfora de su propia libertad. Y es posible que les sonría cuando vienen hasta a él en busca de su alimento. Sin embargo, algo en mí me dice que esa sonrisa dista mucho de la que podría proporcionar la felicidad de que fueran otras manos las que le llevaran el alimento hasta su alma.

 

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