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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Carnaval oficial

Entró a la tienda de disfraces y ojeó, primero de una pasada rápida, después más lentamente, los variados disfraces y máscaras que ofrecía el amplio repertorio carnavalero. Se detuvo ante un minúsculo y erótico equipo de enfermera. Pensó en llevárselo para jugar a los médicos con su marido. Le diría “¿A qué quieres jugar: a los médicos privados o a los de la S. Social?”. Esperando que él le preguntara la diferencia. Entonces ella le explicaría: “Si es a los privados, son trescientos euros. Y si es a los de la S.S., vuelve dentro de tres meses”. Sonrió para sí, reconociendo que justo en carnaval es cuando muchos pueden prescindir de sus disfraces habituales y vestirse con aquellas ropas que se reconocen como propias. Ella misma podría quitarse precisamente ese disfraz con cruz roja pintada en la invisible cofia que portaba el resto del año. Su vida era un andar curando a cuantos le salían heridos al encuentro, poniendo tiritas a corazones partidos, palabras dulces en ásperos oídos y tiernas caricias en hurañas carnes. No. definitivamente, no era ese el disfraz con el que poder “des-disfrazarse”. Sus ojos la llevaron hasta otro de pirata. No estaría de más ponerse un parche en el ojo, desenfundar una espada y perseguir y atacar. En su grupo de amigos conocía a más de uno que sólo le faltaba una pata de palo para ser más pirata que el Capitán Garfio. De pronto sintió conmiseración por esos amigos, tal vez como ella, también andaban disfrazados durante todo el año porque no sabían otra forma mejor de protegerse, de impedir mostrar su vulnerabilidad, de mimetizarse en un ambiente que ella desconocía pero que podría no haber sido nada propicio a desarrollar su auténtico yo sin máscaras. Fue llegar al disfraz de payaso y no tuvo duda en reconocer en él a otro de sus amigos, siempre “haciendo el tonto”, eso le decían, sin pensar que quizá también era su única forma de hacerse querer. No porque no tuviera cualidades en cantidad, ella misma se las reconocía, pero desde siempre lo conoció reclamando la atención y el cariño de los demás regalando las payasadas que los hacían reír y les arrancaban el aplauso y el reconocimiento: la tibia brisa que precisaba para sobrevivir.

Continuó su pequeña excursión entre plumas, sombreros, animales inanimados de tela barata y colores chillones: abejas, ratoncitos televisivos, reyes leones… y máscaras. Muchas máscaras: de políticos que no precisan que nadie los desenmascare porque lo hace su propia avidez de poder; máscaras de des-interés; de bondad; de inocencia…  otras clásicas como las de teatro griego; otras rígidamente inexpresivas…

Volvió al pensamiento de que justo en carnaval era cuando tantos tenían la posibilidad de mostrarse tal y como realmente eran y consideró la tristeza de tener apenas unos días para dejar salir del armario de su alma su ser auténtico. Se acordó de las palabras de Khalil Gibran, en “El Loco”, de cómo comenzaron a llamarle loco porque salió a la calle gritando y maldiciendo al ladrón que le había robado las siete máscaras con las que proteger su vida. Recordó lo que decía sobre cómo se reía la gente de él considerándolo un loco y gritándoselo a su cara desnuda, hasta que un rayo de sol besó su cara desnuda e inflamó su alma. Fue entonces cuando comenzó a bendecir a los ladrones de máscaras y nunca más quiso volver a poner ninguna sobre su rostro.

Con una tribal en las manos, concluyó con que vivía tan acostumbrada a estar disfrazada ante los demás que ya creía que ella era el disfraz. Y que la única posibilidad de vivir sin máscara la constituía el tener el título de loco. Sólo a un loco se le permite que se salga de los márgenes que imponen el trabajo, la familia, los amigos, la pareja… la sociedad.

Depositó la máscara junto al disfraz. Abrió el bolso, sacó un paquete de toallitas húmedas, se limpió el rostro de maquillaje y salió a la calle gritando: “¡Ladrones, ladrones, malditos ladrones que han robado mis máscaras…!” Y esperó los insultos y que un rayo de sol besara su cara.

 

 

 

 

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