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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Ojos

Dicen que los ojos son el espejo del alma, que asoman hasta sus orillas las turbulencias más profundas; que si las miradas mataran… porque hay miradas que hielan el alma, por suerte otras son capaces de besar cada uno de sus rincones más ocultos; que comemos más por los ojos que por la boca, que se lo digan si no a los camareros de los buffet libres: las toneladas de comidas que tienen que tirar al día por la glotonería, la avaricia, la gula de esos ojos insaciables a la hora de servirse las porciones de comida; que amamos bien cuando lo hacemos como a las niñas de nuestros ojos, porque poder ver es uno de los mayores regalos de la vida, algo que, tal vez, no apreciemos lo suficiente… a no ser, como dice la copla, que estemos en Granada: “Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser ciego en Granada”; que abramos los ojos cuando tenemos una realidad ante nuestras narices que no queremos ver, ya saben: “no hay peor ciego que quien no quiere ver”; que si “Por unos ojos negros…”; que si “Aquellos ojos verdes, de mirada serena…”. Que si los ojos verdes son traidores, los azules mentireros, los negros y acastañados… eso sí son verdaderos…; que si “El alma que hablar puede con los ojos/ también puede besar con la mirada”; etc. y mi preferida, de D. Luis de Góngora y Argote: “Y por vida de tus ojos, que son de mis ojos vida/ que nuestra amistad despida cualquier ocasión de enojos”. Y sin embargo, pese a la importancia que se les da a los ojos… a la mirada, lo cierto es que tememos mirar directamente a ellos, mantener una mirada, sonreír con ellos… baste como botón de muestra los numerosos trayectos “ascensoriles” que hacemos a lo largo del día sin tener… la “delicadeza” de regalar una mirada a quienes ascienden o descienden compartiendo sus bacterias y olores personales con nosotros en un miniespacio de poco más de metro. Y qué me dicen de los brindis… supuestamente, chocar las copas es para que se implique hasta el último de los sentidos, o sea, el oído, porque los ojos deberían mirarse en ese acto íntimo y gratificante de brindar, no obstante, en lugar de encontrarnos con la mirada, llevamos los ojos a las copas calculando ¡siempre calculando! el golpe justito y exacto para no romper el cristal.

Recuerdo que mi abuela se preciaba de haber educado a sus hijos con los ojos: bastaba una mirada de ella para que ellos supieran cómo comportarse ante situaciones quizá desconocidas para ellos. Y he de reconocer que mi madre también nos instruyó en ese mismo arte, bastaba un leve movimiento de ceja, una mirada que hablaba más que mil palabras para que supiéramos que deberíamos responder o cómo dirigirnos ante determinados contextos. No sé si eso puede representar una ventaja o una tara, pero lo cierto es que yo considero que llevo delantera con respecto a quienes no conocen tan sutil lenguaje, las palabras que se ahorrarían los políticos si fuesen capaces de mirarse a los ojos y reconocerse las intenciones en ellos. Ahorra bastantes situaciones embarazosas y, al mismo tiempo, hace disfrutar mucho del gozo de entender todo un discurso sin una sola palabra, con un chispazo de pupila.

“Dulcineaestudios” realizó un experimento que demuestra que es imposible mirar fijamente a los ojos y no sentir: se les pidió a parejas de desconocidos que se miraran intensamente a los ojos durante un tiempo establecido. Al principio se ve cómo los participantes se colocan a una distancia mayor que luego, a medida que aumenta el tiempo de la mirada, se va acortando y acompañando de sonrisas, más tarde de una leve caricia con el dorso de la mano para terminar abrazados o incluso besándose.

Confieso que yo me fijo mucho en la medida de la pupila de mis interlocutores para medir el grado de satisfacción que están experimentando. ¿Saben que hace siglos, en el lejano Oriente, los joyeros pedían por sus piezas un importe que dependía del grado de dilatación de la pupila que mostraba el cliente? Y es que una forma clara de mostrar el interés por algo o por alguien se hace a través de los ojos. Pocas cosas hay tan desagradables como estar hablando con alguien que pasea su mirada por el entorno como si le importara un pepino lo que decimos.

A mí me gusta mucho más atender a lo que dicen los ojos que las palabras, aunque como dice Uriel Ledesma me toque quedarme: “Otra noche sin poder dormir por culpa del café, ese de tus ojos”.

 

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