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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Sentidos

Ante mis ojos bailan antiguas figuritas de barro que hoy toca recoger del belén familiar y envolver cuidadosamente para que vuelvan a la caja donde dormirán hasta el próximo diciembre. Miro a mi alrededor: todo cambia con tan solo eliminar de la decoración luces navideñas, bolas y abeto plastificado. La normalidad se impone allá donde pongo la vista.

Los ecos de los villancicos, el característico sonido de los brindis al chocar las copas o el ruido de las botellas vacías al ser recogidas, las risas de los niños, su alegría desbordante ante el encuentro de juguetes soñados, el bullicio festivo… etc. dan paso al reconocido y envolvente ruido de coches, motos, puertas, tazas, platos, carritos… que nos devuelven a la cotidianidad más absoluta hasta el próximo paréntesis festivo que nos rompa los espacios rutinarios.

Mi pueblo comienza a oler a enero: a humo de chimeneas y colegio, a bocadillos que las madres recogen de las pequeñas tiendas de barrio a toda prisa al paso que llevan a sus hijos al colegio. De nuevo, el entrañable aroma a “frioleras” (dulces típicos de Navidad)  reposará para emerger con fuerza el próximo diciembre. Entretanto, desfilarán por nuestro olfato, en primavera, el olor del tomillo, del romero, de las empanadas de patata…; el de la cerveza fría y el helado de limón en verano; el de vendimia en el preludio de otoño y el de castañas asadas en las frías tardes que se acercan al invierno hasta que vuelva de nuevo a cerrar el ciclo la fragancia entrañable navideña. Y todos y cada uno de esos aromas están intrínsecamente unidos en el alma a vivencias que nos configuran la vida.

Mi boca saborea alguno de los últimos polvorones de chocolate que van quedando como restos de un naufragio alimentario -me da pena tirarlo a la basura-. Se diría que estamos obligados a atiborrarnos de comida en determinadas fechas. No sé muy bien cuándo empezaría ese extraño acuerdo tácito de celebrar cualquier tipo de evento con comida, con mucha comida: una boda, por ejemplo, no es mejor porque los novios se amen más que otras parejas, sino porque el convite sea más pantagruélico que otros. Por tanto, no importa que todos sepamos que a partir de hoy nos pondremos a dieta, esas incontables, sofisticadas, enfermizas o extrañísimas dietas para adelgazar lo que, incluso con remordimiento, engullimos de más durante las pasadas fiestas.

Mis manos acarician las diferentes tersuras de ropas y abalorios, se deslizan por mi piel y siento la leve celulitis incorporada a mis muslos, los recodos de mi cintura, el envoltorio que cubre lo que realmente soy: un Soplo Divino. Cierro los ojos y pienso en cuántas personas han de reconocer la vida a través del tacto, y en la cantidad de sensaciones que nos perdemos los que lo hacemos a través de los ojos y perdemos la capacidad de besar, de mirar, de reconocer el mundo a través de nuestras manos.

Con el paso del tiempo hemos ganado en infinidad de aspectos positivos, pero hemos atrofiado, infinitamente también, los sentidos: miramos sin ver, oímos sin escuchar, a nadie se le ocurre acercar la nariz a un plato de comida en un restaurante (¡qué mala educación! ¿verdad?), o, simplemente, no comer cuando no tenemos hambre… Hay que cumplir con todos los rituales que aprendemos o que nos inocula la sociedad: comer cuando hay que comer, adelgazar cuando hay que adelgazar, reír cuando es obligado hacerlo, disfrazarse de verano aunque estemos a bajo cero y salir a bailar aunque se tenga el alma imbuida de tristeza.

Y, sin embargo, a pesar de todo, cada vez que estrenamos bloque nuevo de calendario, el grito primigenio de nuestros sentidos pidiendo auxilio para reivindicarse agudiza todo nuestro ser. Y a través de ellos viajamos a todos los inicios de año de nuestra vida, como en el “Cuento de Navidad” de la mano de los espíritus de épocas pasadas, aunque nunca lleguemos a hacerlo con el de las futuras. Quizá eso sea lo más hermoso de la vida, aspirar a plantar hoy mismo una flor anhelando verla, olerla, escuchar su leve bamboleo en el aire, tocar la suavidad de sus pétalos… aunque no lleguemos a despertar mañana.

 

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