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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Renegando de Ítaca

Caminan juntas, orgullosas la una de la otra: una despreocupada, apoyada en su juventud, en su vitalidad, en el suave cimbreo de su cintura -talla 38-, en el leve vaivén de sus incipientes pechos, en la “perfección” de un rostro sin arrugas, satinado, pasado ya aquellos molestos granos de la pubertad; la otra, probablemente talla 42, embutida en unos vaqueros talla 40 que apenas le permiten respirar y que la han obligado a desplazarse las vísceras hacia las amígdalas para poder abrochárselos, pero que le permiten evitar la diferencia entre sus piernas largas y las largas piernas que caminan junto a ella. La ajustada camiseta dibuja el contorno de unos pechos hermosos, quizá más hermosos si dejara que cayeran hasta ese punto justo en donde el tiempo y la gravedad (maldita gravedad) los han situado, pero que ella se niega a aceptar y en una lucha denodada -pero totalmente perdida- se empeña en comprimirlos y empujarlos hacia arriba. No tiene ni chicha ni limoná pero la excesiva presión a la que somete a su cuerpo obliga a este a dibujar algún minúsculo michelín por encima de la cintura del pantalón. Su rostro marca algunas arrugas que la vida le ha cincelado y que y añaden perfección y un punto de morbo; las gafas de sol son graduadas y esconden una misteriosa mirada de miope que a tantos hombres ha excitado y fascinado en otras mujeres a lo largo de la historia y que ella siempre ha sabido explotar aunque parece haberlo olvidado ahora.

Una envuelta en esa frescura banal que aporta la adolescencia, la otra intentando desasirse de esa belleza interesante que conlleva la experiencia. Una con el rostro sin maquillaje; la otra maquillada sobre un fondo de crema melocotón que le unifica el color, colocado a su vez sobre un corrector de manchas y ojeras.

Una estrenando sueños. La otra adaptada ya a renunciar a ellos. Una iniciando el camino de la vida. La otra forzando unos pasos imposibles de mantener por mucho tiempo.

No se sabe bien cuál de las dos copia a la otra, pero ambas intentan proyectar una especie de simbiosis que, como poco, produce cierta ternura.

Conversan sonriendo, la una le dice a la otra que es “guay” -o sea, cojonudo- tener una madre tan enrollada como ella y la otra le contesta que sus compañeros de trabajo le dicen que parece hermana de su hija en lugar de la madre.

Nada que objetar respecto a todos los cuidados que podamos proporcionarnos para  engañar a los años, a los  amigos, a los hijos y hasta a la madre que los parió. El único problema es que esta sociedad absurda y deplorable que nos vende  que la belleza sólo puede estar en los rasgos inmaduros de la más tierna (y a veces boba) lozanía y que “obliga” a que muchas mujeres se exhiban patéticas intentando apresar la fuente de la eterna juventud sin ser conscientes de que cuando una mujer asume su edad resulta esplendorosa y perfectamente deseable… esta sociedad, decía, se ha convertido en cíclope y cantos de sirena que impiden el regreso a Ítaca. Y es verdad que podemos entretenernos, desviarnos, y hasta sucumbir con sus engañosos cantos, pero nuestro reino, el de la serenidad, el del placer de la vida bien vivida, el del gozo de lo cotidiano, el del reposo merecido, el de la autenticidad de nuestro ser… ese solo está Ítaca.

Quizá la única forma de sobrevivir a la dura travesía sea atarnos el alma al palo mayor de la belleza interior que hayamos podido ir acumulando a lo largo de tanto entretenido y cruel divertimento. Claro, que también podemos renegar del reino y de cuanto en él se nos ofrece y no pensar jamás que la juventud es sólo un trastorno pasajero  que sólo se cura con la edad.

Disfrutar de Ítaca no es obligatorio. Hay que reconocer que conlleva muchas responsabilidades. Y siempre hay otras opciones. No más fáciles, ni más cómodas, pero sí más mano.

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