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Ana María Tomás

Escribir es vivir

Vente p’acá gilipollas

La buena educación, el respeto por los demás, el comportamiento cívico… etc. es una especie de traje que se lleva puesto aunque se vaya desnudo, como la vestimenta de aquel rey del cuento, convencido de ir vestido con las mejores galas cuando iba desnudo, solo que aquí sí es cierto que se llevan. Emerge de quienes lo poseen como un halo, un perfume, un misterio, tan intangible y tan palpable a la vez que es difícil de definir. Quizá por eso las playas son el lugar idóneo para conocer a las personas sin que tengan que llegar a abrir la boca o vayan en pelota picada.

Ya saben ustedes de mi afición a comerme el mundo por los ojos. Y no, no es que yo me dedique a eso que ahora está tan de moda por uno de los anuncios publicitarios de una tónica: a hacer prejuicios. Prejuicios… para poco después desdecirme con un post-juicio. No. Yo simplemente observo cuanto sucede a mi alrededor y luego vengo y se los cuento a ustedes. Pero es que esa es la única obligación que tenemos los escribidores: contar la fracción de universo que vemos. Claro está, con nuestros ojos. Como no podría ser de otro modo. Soltada toda esta perorata para que nadie me acuse de juzgar insensiblemente a una pandilla de gaznápiros, ahora les cuento y ya van sacando ustedes mismos sus propias conclusiones.

Ya sabemos todos, quienes tenemos la suerte de poder estar en alguna playa, como los que no pueden o no quieren pelear con arena y pringe solar que para pillar cacho de orilla es fundamental madrugar, ya lo dice el refrán “Al que madruga Dios le ayuda”, sobre todo a la hora de poner sombrillas en primera línea. Vale, pues en ello nos encontrábamos unos cuantos madrugadores cuando apenas un rato después la playa se llenó de rezongones, tardones y personas “generosas” que prefieren que Dios ayude a otros, y ellos se levantan tarde para no quitarle la oportunidad a los demás, cuando apareció una batibolea  de familión de unos doce y quince miembros entre padres, hijos, abuelos y niños, sobre todo niños, tantos que me hicieron dudar por unos momentos de la estadística de la baja natalidad, con un incivismo digno de ser recogido en el Guinness de los records, y comenzaron a poner sillas, bolsos, esterillas, cubos, palas, cazamariposas, neveras… y cuanto artilugio sean ustedes capaces de imaginar… en el minúsculo espacio entre dos sombrillas de la primera línea de playa. De tal forma, que invadieron por completo el ya reducidísimo espacio sombreril conquistado horas antes por quienes habían renunciado a un períodos de sueño por lograr un punto donde les permitiera poder vigilar a sus nietos en el agua más de cerca, estando sentados a la sombra, sin tener que andar desojándose al sol de pie en la orilla de la playa. Hasta tal punto fue el vandalismo de todos, de manera especial el de un zángano quinceañero de aspecto brutote, toda la masa encefálica distribuida entre brazos y torax, que las dos familias adyacentes sin decir ni una palabra, ambas casi a la vez, recogieron sus enseres playeros, a sus nietos y a ellos mismos y se largaron de la playa. Mientras tanto, los vándalos sonreían satisfechos y expandían hacia el nuevo espacio conquistado a base de incivismo el resto de flotadores, esterillas, toallas… Por un momento se realizó un prodigio, pude ver en el rostro de una de las chicas del grupo, una joven veinteañera, un atisbo de vergüenza ajena. He de decir, para ser justa, que esta chica siempre quedó detrás, como marginada del grupo, intentando que su familia montara el chiringuito donde la hora ya avanzada había dejado espacio, o sea, unas seis filas de sombrillas detrás de donde lo estaban poniendo. Sin embargo, su primigenia reticencia fue vencida por la fuerza de la mala educación de su madre que le grito: “Vente p´acá, gilipollas”. Por lo visto, ser considerada, para la buena señora, era ser gilipollas.

Semejante pandilla de gaznápiros no necesitó abrir la boca para que los playeros adyacentes catalogáramos, sin prejuicio alguno, la carencia del ropaje de la buena educación y de las maneras consideradas, pero es que, además, se empeñaron en no dejarnos con la duda y darnos la razón a quienes intercambiábamos las miradas entre  atónitos e impotentes.

 

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