Cuando, por la limitación de la experiencia sensible, la aguja ya no puede adentrarse más fina en la realidad, procede pensar la propia aguja. Llega un momento en que la precisión extrema, la justicia máxima de la palabra, no permiten un paso más hacia adelante.  Y, como en el caso del último poemario de Eloy Sánchez Rosillo, Quién lo diría, lo que toca ya no es expresar el asombro puro ante la realidad, sino tomar conciencia de él, asombrarse ante el propio yo asombrado.

Sánchez Rosillo ha añadido una nueva dimensión a su poesía. El metaasombro que atraviesa cada una de sus nuevas composiciones se realiza en el más difícil todavía de un desdoblamiento prodigioso: de un lado, la palabra que no es que se diga pegada a la piel de la cosa, sino que es la cosa en sí -un nominalismo raras veces conseguido; de otro, un sutil distanciamiento que permite destilar conceptos sobre experiencias que pellizcan la carne y estremecen la musculatura entera. La palabra se escinde en una doble personalidad que reúne el apasionamiento y la perspectiva racional en un mismo poema. Pero, en cualquiera de ambas manifestaciones, hay algo que, por buscado desde siempre por el poeta, no deja de sorprender por su cada vez mayor “naturalidad”: el adjetivo funciona como una suerte de objet trouvé que no se altera, que se traslada tal cual al poema sin niguna modificación que pudiera “contaminarlo” con una subjetividad ardorosa, invasiva. El adjetivo no es una elección del autor, sino la realidad misma, inalterada, cuyo nervio es activado mediante una aguja tan fina que atraviesa sin romper, que alcanza lo más profundo sin desgarrar. Eloy Sánchez Rosillo se “limita” a dejar pasar la realidad, a que suceda en su absoluta autonomía. Su gran maestría es estar allí donde las palabras llegan, en el lugar exacto del nombre.