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Antonio Botías

La Murcia que no vemos

«Que Josefa muera agarrotada»

Los murcianos ‘tomaron’ las calles para impedir la última ejecución pública en España

Válgame Dios, con lo que yo quería a mi Tomás!». Estas fueron las palabras exactas que Josefa Gómez, 32 años, de extraordinario porte y belleza, pronunció al ser detenida por el envenenamiento de su marido, Tomás Huertas, y de una criada, Francisca Griéguez, de 13 años. Sucedió en 1893, en la casa de huéspedes La Perla de Murcia, que el matrimonio regentaba en la calle Porche de San Antonio, detrás de San Bartolomé.

En La Perla se hospedó algún tiempo Vicente del Castillo, de 36 años, casado y apuesto, quien a menudo tomaba estricnina porque padecía del estómago. El 8 de diciembre de 1893, Tomás bebió una taza de café de puchero, al que añadió ron Negrita, antes de dirigirse al Teatro Romea. Nunca lo alcanzó. A los pocos minutos regresó agonizante. La criada, que también había tomado café, caía fulminada. Los médicos hallaron los cuerpos ennegrecidos y desfigurados, apenas reconocibles.

Josefa fue detenida tras el primer interrogatorio. Confesó que Vicente le había aconsejado administrar a su marido cierta cantidad de estricnina «para calmarle los celos y el gusto por el juego». Y la mujer así lo hizo. Otra criada declararía que, el día de autos, Josefa le ordenó tirar una botella al pozo y reveló que su ama mantenía relaciones con Vicente.

Ella lo negó hasta la muerte, aunque dijo que él se le había insinuado. Josefa fue acusada de parricidio y asesinato, lo que le valió la pena de muerte, y Vicente, con dos asesinatos, cadena perpetua.

El farragoso juicio y el desamparo en que quedarían el hijo y la hija de Josefa hizo reaccionar a la sociedad murciana.

El 23 de octubre de 1896, Martínez Tornel publicaba la noticia de que no habría indulto para la mujer, quien en su celda se negaba a probar bocado. Caían en saco roto las «súplicas de perdón y clemencia de todas las autoridades, de todas las corporaciones, de todas las personas de valía e influencia». La sociedad murciana enfureció. Desde Cartagena se trasladaron 40 soldados de infantería para mantener el orden.

El 28 de octubre llegó desde Valencia el verdugo. Se llamaba Pascual, padre de tres hijos. Su anterior profesión era la de carpintero. Los ciudadanos llenaron calles y plazas para increparlo. Ningún mozo en la estación de trenes se ofreció a coger su maletín y no hubo carruajes dispuestos a trasladarlo. Entró a pie en la ciudad, escoltado por cinco guardias civiles y varios soldados, que no evitaron que alguien le lanzara un pedrusco al atravesar el Puente Viejo. Muy cerca de allí, junto al muro del río, comenzó a levantarse el patíbulo.

Más guardias civiles

Las protestas arreciaron hasta el extremo de que el verdugo dirigió un telegrama al Consejo de ministros: «En vista del triste espectáculo que Murcia presenciará, y sin que esto signifique apocamiento de mi ánimo, pido el indulto a la desventurada rea».

En la Central de Telégrafos establecieron contacto permanente con Madrid por si se concedía esta gracia mientras llegaban a la ciudad más guardas civiles. Los párrocos también se movilizaron para acompañar a Josefa en la cárcel durante el día y la noche que le restaban de vida.

El Ayuntamiento de Murcia se reunió en sesión extraordinaria para forzar el indulto. Incluso acordaron constituir el Consistorio permanente hasta el instante de la ejecución. Desde La Glorieta parten telegramas de última hora para el rey Alfonso XII, su madre y el mismísimo Papa. Poco después, el gobernador recibe al Ayuntamiento en pleno y envía un nuevo telegrama al presidente, Cánovas del Castillo. La respuesta, que será criticada por su rival político, Práxedes Mateo Sagasta, es desoladora: «La horrible frecuencia con que se cometen crimenes como el de Josefa Gómez impiden al Gobierno aconsejar su indulto. Se cumplirá por tanto la Ley».

El día anterior a su muerte, Josefa asistió a una misa en la cárcel, rodeada de sacerdotes y hermanos de la Cofradía del Rosario. Los cronistas relatan el fervor de la condenada, manifestando que ante Dios era inocente y consolando a quienes intentaban consolarla. Llegaría a advertir: «Son ya de más las horas que estoy en este mundo. Sólo quiero que la Virgen me lleve a su lado».

El momento más triste se produjo con la última visita de sus dos hijos, de apenas 8 y 10 años de edad. Así lo relata Martínez Tornel: «No lloró porque ni sus ojos tenían ya lágrimas. Las pobres criaturas llevaban pintada en sus semblantes la más triste amargura». Josefa, al ver al niño llorar, le dijo: «¿Válgame Dios, hijo, un hombre como tú llorar!». «Los que presenciaron tan trágica escena no la olvidarán nunca», apostilla Martínez Tornel.

El día de su ejecución, Josefa fue trasladada al patíbulo en una carreta. Todos los comercios cerraron en señal de luto. Unos 12.000 murcianos la acompañaban. Sus últimas palabras fueron para el párroco de San Antolín, que le preguntó si daba por bien empleados los sufrimientos pasados en esta vida.

«Yo no he sufrido nada comparado con el bien que voy a lograr de mi salvación», respondió ella. «A las 8 y 25 minutos -publicaría después El Diario-, arrepentida, contrita, santificada, e indudablemente santa, ha entregado el cuello al verdugo y su alma a Dios». Acababa de celebrarse la última ejecución pública en España.

Por Antonio Botías

Sobre el autor

Este blog propone una Murcia inédita, su pequeña historia, sus gentes, sus anécdotas, sus sorpresas, su pulso y sus rincones. Se trata de un recorrido emocionante sobre los hechos históricos más insólitos de esta Murcia que no vemos; pero que nos define como somos. En Twitter: @antoniobotias


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