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Antonio Botías

La Murcia que no vemos

Un murciano en Mauthausen

MathausenEl horror en el campo de exterminio de Mauthausen olía a carne asada. Siempre. En las interminables jornadas de trabajos forzados y golpizas. En las peligrosas madrugadas de insomnio, hambre y chinches. Quizá sea este el más terrible recuerdo que aún atesora en su mente, mientras termina de apagarse a sus 99 años, uno de los últimos españoles con vida que padeció los horrores del campo de exterminio. Es murciano, de la capital. Se llama Francisco Griéguez Pina y vive en Gardanne, una localidad de la Provenza francesa, a un paso de la bucólica Costa Azul.

Francisco, al que llaman Paco, anda estos días hospitalizado. Ayer contaba Juana, su mujer, que «estamos ya demasiado viejos. Él ni siquiera puede hablar». Es una pena. Aunque su impactante testimonio permanece vivo a través de la entrevista que concedió hace un par de años al periodista Antonio Hernández, autor de la obra ‘Los últimos españoles de Mauthausen’.

Contaba Griéguez que no había olvidado, setenta años después de su liberación, cómo se pronunciaba en alemán su número de recluso. Era el 4.058. «En recordarlo me iba la vida». Si le preguntaban y se equivocaba, le esperaba la muerte. Aunque ya andaba muerto de hambre, de frío y de miedo. En la tapia del campo «se leía: ‘Tu entras por la puerta y saldrás por la chimenea’». No extraña que aún le cueste conciliar el sueño. «Me da más miedo ahora que cuando estuve allí». Pero, ¿cómo acabó este murciano en el epicentro del exterminio nazi?

Francisco nació en 1918. Tras alistarse para defender la República, huyó a Francia y formó parte de la 27ª Compañía de Trabajadores Españoles. Levantaba fortificaciones en la Línea Maginot cuando fue apresado e interrogado por la Gestapo. Le preguntaron dónde demonios estaba Murcia. Cuando Francisco se lo explicó, selló su suerte. Los españoles se enviaban a Mauthausen.

«Nos metieron en un vagón de mercancías y viajamos tres días», revueltos en sus excrementos. Al llegar, los sacaron «como sacos de patatas». Entonces contemplaron por vez primera los trajes de rayas. «¿Esto qué es?», asegura Francisco que exclamaron. Desnudos y pelados al cero recibieron su uniforme y el número de identificación. «Veíamos cómo mataban allí mismo a los presos. Cuando venían judíos, dos horas después no quedaba uno. A ellos no los guardaban».

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Francisco Griéguez.

Al olor a carne quemada se sumaba el sufrimiento de un dieta de café por la mañana, una sopa aguada a mediodía «y un trozo de pan por las noches. Un trozo… para veinte». Ponerse enfermo, que era lo más normal del mundo, o de lo poco que quedaba de él, le costaría a muchos la vida.

A otros, de entre los 9.000 españoles en campos de concentración, los mataron hasta por capricho. Eso hacía el infame capitán Bachmayer, número dos en Mauthausen y cuyo rostro aún recuerda Griéguez: «La sangre se me cuajaba al verlo. El hombre era más malo que la peste».

La vigilancia en el campo correspondía en gran medida a los ‘kapos’, presos que colaboraban con los nazis en tareas administrativas de poca monta. Era frecuente que entraran de madrugada a los barracones para intimidar a los presos, a quienes golpeaban sin piedad. Ellos, junto a los chinches, hacían complicado conciliar el sueño. Francisco atesora una copia de aquella conocida fotografía donde se observan cientos de presos desnudos en el patio. «Fue cuando lo desinfectaron». Junio de 1941. Allí estuvo todo día pegado a uno de los muros.

El murciano sobrevivió por su astucia. «Solo pensaba en comer y en trabajar, en que no me vieran». En no llamar la atención de sus verdugos. Por eso procuraba ocupar los puestos intermedios en las columnas que se formaban para ir y venir de trabajar. «Siempre enmedio, con mucha vista. Huía de la orilla, de delante y de detrás». En esas posiciones era normal recibir, cuando menos, algunos culatazos. «Si se metían contigo, no te escapabas».

A las precauciones que adoptó se sumó un golpe de suerte cuando quedó bajo las órdenes de un ‘kapo’ llamado César, de origen valenciano. La cuadrilla se dedicó a construir una carretera en la localidad de Vöcklabruck. A partir de entonces pudo dormir pues nadie lo molestaba. Y no solo eso. Recuerda Francisco que, «a veces, había que pelar patatas. Te daban una gamela más. Una gamela más era mucho». Una gamela era el recipiente donde los SS les echaban la sopa. Luego llegaron los americanos y lo salvaron.

Francisco solicitó volver a la España de Franco, pero su madre le escribió advirtiéndole de que si volvía «tendrás que dormir con tu padre, pues tus hermanas ya se han hecho grandes». Él entendió el aviso. Su padre estaba muerto desde que era un niño. «Me iban a matar». Por eso se quedó en Francia, donde estos días se debate entre la vida y la muerte. Para la ciudad que lo vio nacer sigue siendo un insignificante número más.

Por Antonio Botías

Sobre el autor

Este blog propone una Murcia inédita, su pequeña historia, sus gentes, sus anécdotas, sus sorpresas, su pulso y sus rincones. Se trata de un recorrido emocionante sobre los hechos históricos más insólitos de esta Murcia que no vemos; pero que nos define como somos. En Twitter: @antoniobotias


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