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Vamos a estrellar un avión

La opinión pública y la publicada encontraron, aliviadas, la razón de que un copiloto estrelle a propósito un avión en los Alpes con 150 inocentes a bordo: lo había dejado la novia. Impresionante documento. Gran noticia para el discurso feminista rampante. Si la mujer huye del macho, éste no se conforma ya con esperarla en el portal sino que se mete a perpetrar atentados terroristas de masas.

Se ha descubierto, en efecto, que el copiloto pasaba por una depresión por desamor. “Estaba pasando por una crisis existencial”. Como si una “crisis existencial” diera barra libre para acabar con todo lo existente. Los medios están convirtiendo estos días a los depresivos o “recluidos”, como los llaman en Sicilia (¡Fulanito se ha recluido!, dicen allí, bellamente, de los que no quieren saber nada de la sociedad, por la mafia o por una situación personal) en sospechosos a ojos del Pueblo de ir a cometer una masacre, junto a los tipos que llevan barba un poco larga. Incluso acusan al copiloto de ser nada menos que “un tipo obsesivo”. Una conocida psiquíatra me confesó una vez que, en la estresante vida moderna, una pequeña parte de la población es psicótica y que los demás -más que nada los sanos- son todos algo obsesivos. No se escapa ni uno.

Estamos de acuerdo en que no se presta suficiente atención a los efectos del desamor. Pero ni en los copilotos ni en cualquier otro tipo de personas. Una verdadera ruptura amorosa, un corazón roto en mil pedazos es el equivalente en intensidad y efectos a largo plazo (tan a largo plazo que la vida acaba normalmente antes que los efectos) a la bomba de Hiroshima justo en el centro del proyecto vital de alguien. Nunca terminan de seguir apareciendo estragos relacionados con esa inesperada explosión. Se frivoliza mucho con la capacidad devastadora del desamor, emparentándolo con un desánimo. En concreto los que más frivolizan son los españoles, siempre mostrando el asunto personal que tienen contra la cultura y contra la sensibilidad (es decir, contra cualquier forma de conocimiento). Pero, dicho esto, quien se mata junto con otros 150 porque lo han abandonado no es un depresivo. Es fundamentalmente un importantísimo hijo de perra y un psicópata peligroso. Eso tiene poco que ver con la depresión.

Gran depresivo fue sir Winston Churchill, que llamaba a lo suyo “el perro negro” (no sé qué es más bonito literariamente, si lo de recluido o lo del perro negro). Pero de ello no se deriva que de meterse a una cabina de avión con el “perro negro” Churchill se estrellase a propósito con todos dentro. Era depresivo y por eso mismo amaba la vida, la buena, concretamente. Tan supersticioso de que todo saliera bien que contactó con el satanista Aleister Crowley para que les diese a los ingleses un talismán para la victoria en la Guerra. Fue la famosa “uve” de la victoria, el signo ocultista de los cuernos de cabra…

Con seguridad el copiloto tenía más de exhibicionista. Montar el gran circo de una tragedia aérea en los Alpes para impresionar y culpabilizar a la ex novia es como lo que gritaba el gángster James Cagney encima de los contenedores de gas a punto de explotar en la película “Al rojo vivo”: “¡mamá, estoy en la cima del mundo!”. Irse a lo grande, llevándose por delante lo que se pueda. Como un megalómano de libro, no como un depresivo. Los clásicos depresivos precisamente lo que tratan no es de acabar, sino al contrario, de recuperar lo pequeño que ha quedado disperso en mil kilómetros a la redonda. Las delicadas rutinas que hacían feliz su vida. Y cuando no lo logran, no ven salida y se matan, lo hacen con desgana: les gustaría, en el fondo, que esa muerte le pasara a otro. El escritor Cesare Pavese, en su hotel final, intentó hasta el último momento que algunas amigas lo hiciesen desistir de su idea, pero las amigas pasaron de visitarlo. Mi viejo amigo Juan Antonio Megías, presidente del Casino de Murcia, me contó el caso de un amigo que se arrepintió a media caída por el patio de luces: encontraron cal en sus uñas, por intentar agarrarse en el último momento al alféizar. El depresivo no quiere que nadie muera: lo que quiere es vivir él. Y ese siniestro copiloto, por el contrario, quería llevarse al Infierno al mundo entero y aún no era suficiente.

POSTDATA: Mi admirado Luis Carles, psiquíatra, una de esas cabezas privilegiadas que giran a muchísimas más revoluciones que las de los demás y que cuando está hablando contigo parece adelantarse cien años a echar un vistazo y volver como si tal cosa, vio desde el principio que el copiloto era un chiflado narcisista, megalómano, “llámalo como quieras”. Que además padeciese depresión es secundario. Incluyo a continuación el guión de su intervención en el programa de “Onda Regional”, hace tres días, llamado “Anatomía de las locuras”, sin tocar una sola coma. Para ser justos y sobre todo precisos, Carles tenía razón desde el principio y todos los periódicos del planeta estaban equivocados. Decía así el guión:

LUIS CARLES, PSIQUÍATRA. PROGRAMA “ANATOMÍA DE LAS LOCURAS”

COPILOTO. QUÉ SABEMOS

Antecedente de depresión hace seis años por “burnout” obviado por su actitud impecable y sus resultados académicos. Amable, normal y encantador con el vecindario, un chico normal, poco problemático, agradable y educado. Deja en Facebook chistes jocosos sobre hombres solitarios como última entrada (amén de otras cosas).

Obsesionado con su trabajo y la Compañía. Dos lugares de residencia: la propia y la de sus padres. Ruptura o crisis sentimental. Se sabe con “problemas” existenciales y recurre a médico pero lo oculta al mundo. Rompe el parte de baja y no cumple con la recomendación de baja ¿definitiva? Se va a trabajar con normalidad, sin nota suicida o de despedida para nadie, ni justificación alguna. Conversa normalmente en la cabina con el comandante. Cierra la puerta y activa el mecanismo de descenso aprovechando salida al WC (del Comandante). ¿Calcula el lugar del impacto? Desatiende los golpes del comandante. Indiferencia hacia los pasajeros. Silencio y respiración relajada durante más de ocho minutos.

QUÉ SE PUEDE INTERPRETAR

Con esta información incompleta hay algunas cosas que podemos inferir.

Es un sujeto de inteligencia normal, como mínimo, metódico y voluntarioso, con una aparente buena adaptación social, respetuoso con las normas y con las obligaciones, con una autoexigencia alta y con un deseo de mostrar una imagen social idílica y perfecta, sin mancha, y que se encuentra mejor entre conocidos de toda la vida. Frialdad afectiva habitual que tapa con descalificaciones, humor descalificador. Muy probables reacciones de celos o de ira contenida al sentirse amenazado ante aquel que él siente superior, al tiempo que sumiso ante la autoridad y la norma. Poca capacidad de empatía y de vinculación “real”, que barniza con la educación y la norma social correcta. Exigente con los demás tanto consigo mismo. Búsqueda constante de vínculos que vitalicen:

En un primer lugar destacando como piloto (primer episodio que supera al depender de su esfuerzo personal), pero pronto se queda corto a través de una relación que va a la deriva y ruptura y que no sólo lo lleva al abandono y soledad (si además la novia tenía relación con la aeronáutica, con mayor motivo, y fue ella la que rompió…) sino también al “escarnio” público y probablemente a una retirada forzosa de su estatus y trabajo como piloto (fracaso completo de su proyecto vital, tanto social, laboral y sentimental). Una mancha indeleble en su ego.

Se esfuerza hasta el límite por alcanzar “el ideal” de existencia (social, laboral y sentimentalmente) a través del cumplimento estricto de “un programa” y que se hunde ante “fracasos” (intolerante a la frustración y a “quedar en evidencia” ante los que responde):

1.Privadamente pidiendo ayuda (reacción depresiva o ansiosa con muy probables síntomas obsesivos y de inestabilidad emocional), pero

2. Públicamente negando y sobre esforzándose al límite además de desautorizar, descalificar, negar y desconfirmar a cualquiera que amenace su bloque existencial…

Pero siempre hay grietas, y la novia le deja (¡qué puñalada!) y el psiquíatra le diagnosticó, trató y le arrojó al baúl de los incapaces, informando a su compañía y dándole la baja… Y entonces se montó en un avión lleno de 150 “cosas” sacrificables ante el dios de su ego: un sacrificio necesario. Una solución redonda que le encumbra a la Historia y culpabiliza a “los verdaderos culpables”, esos a los que él se entregó y lo abandonaron y humillaron.

 

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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