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Final del camino

La vida no suele durar hasta el día en que te vas de ella. Suele acabar bastante antes. Muchos, aunque alcancen los ochenta años, se han quedado psicológicamente (si tu cabeza está en otra parte, todo tú estás en otra parte) en un momento más o menos lejano de su existencia. A veces, algunos decenios atrás. En el punto donde alcanzaron un éxito al que nunca se sobrepusieron. En la fecha en que tuvieron, como diría Raphael, su “gran noche”, frente a la cual el resto de noches parecen ridículas. O el instante donde padecieron un trauma al que le siguen dando vueltas el resto de su existencia, como el perro que rodea su caseta creyendo haber visto un pájaro y se ahoga con su cadena… El escritor de Caravaca Espinosa se tiró hasta su muerte sin salir del hecho, acontecido años atrás, de que su chica lo dejó por una mujer que fumaba tabaco negro “Ducados”.

En realidad he conocido a muy pocas personas que, a partir de la madurez, vivan realmente en el presente. he conocido a muy pocas personas que tras la mediana edad no sean una especie de repetición de un hecho pasado que les afectó especialmente, y que nunca pudieron resolver. La inmensa mayoría de la gente que he observado, aunque de boca para afuera repitan (es de buen tono en la sociedad de la imagen) frases con tufo de “coaching” norteamericano, tienen la mayor parte de la mente en algún lugar de sus pasados, del que no salen porque sienten que lo que vino después ya nunca les perteneció. Ahí se quedan durante varios decenios hasta que les llega el llamado “hecho biológico”.

No pocos se dan al alcohol para recordar. Cuando te los cruzas, te cuentan la misma cosa alrededor de la cual giran desde hace treinta años, porque han perdido la cuenta de todos los auditorios a los que se lo han relatado. Son la apariencia ajada y parloteante de personas que un día conociste y que hace mucho perdieron el presente. De los ochenta años que según su futura biografía llegarán a alcanzar, ¿cuántos de ellos habrán vivido? ¿Tal vez cuarenta, tal vez cincuenta? Se sentaron un día al borde del camino a descansar un rato y ahí quedaron, en la misma postura. Hay tanta gente que parece llevar una existencia normal, que saluda sonriente en el ascensor, que sigue la rutina diaria, y en realidad durante la segunda parte de su vida no hace sino orbitar alrededor de una estrella apagada: cierto día, cada vez más lejano, desde el cual aún levantan el brazo y nos saludan.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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