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Vivir con esperanza cansa

Lo más insoportable en una vida no es no tener esperanza de nada, con ser esto abrumador, sino tener esperanza de algo sabiendo que nunca llegará. Hay quien se pasa la vida esperando la imposible llamada de un amor ido (alguien que ya tendría dificultades para representarse nuestra cara), o incluso la llamada de un recordado amigo difunto. Yo mismo, por si sí o por si no, guardo los números grabados de mis difuntos, para reconocerlos si telefonean de madrugada…

La religión católica, que perdona todo lo terrible que se comete en el mundo, incluso si eres El Padrino y ordenaste asesinar a tu hermano, tuerce un poco el gesto ante la madre los pecados metafísicos: la desesperación. Esta es una cosa impresionante. Si uno se declara absolutamente desesperado niega la posibilidad de esperanza, niega a Dios. Se absuelve sin muchos problemas al que tira la bomba atómica sobre una gran ciudad o al que mete al crematorio a millones de judíos para que acaben todos en un cenicero, como bromea chistoso ese concejal madrileño de la multimarca Podemos. Escandaliza más al confesor que declares la desesperación cruda, como el que vive el invierno continuado del corazón con la calefacción cortada. Se supone que vivir esperanzado conforta. Normalmente es así, pero puede ser también lo más agotador. Cuando nuestra esperanza la sospechamos, en el fondo, infundada y nos empeñamos en aguardarla para no afrontar la verdad. ¿La verdad? Usted no está preparado para saber la verdad.

La mente humana, por instinto de supervivencia, segrega sustancias químicas muy concretas que provocan en la mente esperanzas irreales y que se represente todo mejor de lo que es. Digamos que la mayoría de la gente vive “dopada“. Hay infortunados que no segregan estas sustancias, y se enfrentan a la realidad a pelo. No tener esperanza de nada es un estado de desesperación casi absoluto, cierto. Pero el estado de desesperación totalmente absoluto es alentar una esperanza… intuyendo que nunca se cumplirá.

Hay una novelita autobiográfica de González-Ruano, olvidada hoy, “Ni César ni nada”. En ella, el autor recibe una inoportuna llamada telefónica en la alta noche en su casa de Madrid. Son unos amigos de su época feliz en la Costa Azul, que le anuncian que quieren ir a visitarlo a los dos o tres días y charlar de los buenos tiempos. Al principio se siente incómodo al tener que encontrarse con gente del pasado y zambullirse en la nostalgia. Luego, recreando aquella época perdida, desea volver a verlos. Le han creado una ilusión. Pero los viejos amigos de los días felices no se presentan a su cita, ni vuelven a telefonear. Y no llegan ni al día siguiente de la cita, ni al siguiente, ni nunca. Y ya el autor debe vivir el resto de su vida (por entonces era el año de 1951) preguntándose qué habría pasado para esa ausencia sin explicaciones, con la torturante esperanza ilusa de recibir un día una llamada…

Una llamada que a fecha de 1965, muerte del autor, naturalmente no se había producido.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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