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Esfinges en mi habitación

Anoche dos esfinges enormes y oscuras entraron volando en mi habitación. Las mariposas nocturnas o polillas son emisarios de cambios difíciles en la vida, según la mayoría de culturas pretecnológicas del mundo, que veían en esto un signo de mal augurio o al menos que ocurrirá algo que cambiará la rutina y nos dará mucha pereza. Anuncian que algo va a pasar en tu vida que alterará la superficie plana del martini seco antes de la cena.

Yo detesto las alteraciones y las sorpresas, aunque sean positivas. Algunas de esas culturas antiguas dicen que el cambio traumático que anuncian las mariposas nocturnas consiste en que alguien va a morir pronto, posiblemente el que las ve. Morirme supondría, desde luego, un cambio apreciable en mis costumbres diarias. Como diría Woody Allen, lo malo de morirte es que no estás seguro de que después te vaya a ir mejor en la vida. Pero ese cambio concreto en mi rutina no me preocupa, tal vez porque, como decía aquel, la muerte nunca puede alcanzar a nadie: cuando ella llega, tú ya no estás.

Tanto si las polillas venían a anunciar mi próximo fallecimiento o algo peor, que iba a pasar cualquier cosa por lo cual tendría que alterar mis horarios, quise echarlas. Revoloteaban dando panzazos por la habitación, como murciélagos a los que se hubiese dado de fumar (en principio, como no veo bien ni de cerca ni de lejos, las confundí con esta especie). Cuando iba a atraparlas, desaparecían. Me extrañó porque de algo me tenía que servir mi infancia de obsesivo cazador de bichos, sabedor del protocolo a seguir con cada uno. Por ejemplo, las lagartijas paradas se atrapan apuntando con la mano al vacío, unos centímetros adelante, como el que dispara con mira telescópica a larga distancia a la cabeza de un presidente. Si te diriges directamente al bulto, la velocidad del animal siempre será mayor que la de la mano. La mariposa nocturna exige un cuenco de vacío, una jaula de dedos. No la puedes presionar. Pero así lo hice varias veces y nada, como si fuesen inmateriales. Creía sentirlas debajo, pero no estaban.

Dicen que una gran polilla salió volando de la boca en el momento de expirar el mejor dramaturgo ruso de la Historia, Chejov, tras agonizar bebiendo champán de Crimea, y que esa mariposa simbolizó su alma. Me pilló la noche poco metafísica, y a una esfinge logré echarla de un manotazo por la ventana abierta, pero a la otra no volví a hallarla más. Se habrá quedado esperando donde no pueda verla. Aguardando como una de esas vecinas de luto que antes, en los pueblos, no aceptaban haber llegado antes de tiempo a la habitación de alguien que estaba mal, y se tiraban días o meses sin quitar la vista del enfermo hasta que éste expiraba. Entonces esas vecinas enlutadas, que ya estaban hartas de esperar, daban un gritito de alivio, como el que al parecer emite la esfinge nocturna llamada “de calavera” (porque tienen un dibujo en su dorso parecido a un cráneo).

Mi abuela Fina, la noche en que falleció en un horario muy decente, tras la cena a base de “hervido”, vió lo que describió como “bichos” subiendo por las cortinas. “¿Es que no los veis?”. Nadie los veía. Unos minutos después, ante los síntomas de infarto, se dijo de llamar al médico. Mi abuela replicó que no hacía falta molestar a nadie. Sin duda había visto las esfinges.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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