Estoy de acuerdo con la tesis de que dedicarse a escribir es indicio inequívoco de que algo no va bien, allá adentro. Quien está bien del todo no se dedica a escribir; se dedica a vivir. Y cuando tiene que escribir algo, redacta. Así no hay peligro. Escribir sí lo tiene. Aunque uno pretenda ser un escritor naturalista o “de observación“, al analizar siempre se abre un abismo insalvable entre el mundo y la persona.
En cuanto alguien dice “escribo cosas para mí, que nadie conoce“, detecto una debilidad, una oscuridad íntima. Algo, en efecto, no va bien. En la adolescencia parece que es común llevar ese tipo de cuadernos, cuando una señorita (en mayor proporción que los señoritos) anda a la búsqueda de su identidad. Luego, una vez “identificada”, la señorita suele abandonar la escritura como, entre sus páginas, se abandonan las flores secas. Quien escribe a partir de los veinte años suele guardar algo como para hacérselo mirar. Algo que desde luego no mejorará escribiendo porque, bajo la apariencia saludable de expresar de esa única forma lo que lleva dentro, se autoanalizará sin descanso y rebuscará sin horarios en el pasado, bajando en círculos por una interminable escalera de caracol. La superficie oxigenada queda cada vez más lejos. No es bueno.
Llevado al extremo este asunto de que los escritores en principio son todos sospechosos, hay quien mantiene que hay que tener un punto de locura para crear arte extraordinario. Hay un célebre libro, “Locos egregios”, que desmiente esto, porque, viene a decir, los genios lo son a pesar de la locura. Cierto. Pero tengo la impresión de que también es gracias a que se han acercado a sus inmediaciones. La locura sirve para algo a condición de quedarse en las vísperas de caer en ella. Lo sublime está a dos lunas de camino hacia la locura. Es la estación término. Existe la tentación de seguir un poco más. De lo sublime a lo ridículo no hay un paso. De lo que hay un paso es de lo sublime al apagón total de la mente. El problema es acercarse demasiado. Porque entonces puede ocurrir lo que la adivinanza “zen“ japonesa, tan perturbadora a pesar de que invita a la “iluminación“: “¿Qué hacer cuando estás en lo más alto del mástil? Para avanzar hay que dar un paso en el vacío“. En el vacío… Nietzsche lo hizo, y, perdiendo la olla, perdió el genio. Lo de Guy de Maupassant, todo él insultante salud y genio, fue más conmovedor. La sífilis terciaria, por su vida de remero alegre frecuentador de prostitutas, acabó llegando a su cerebro. Al final de su vida nos dejó pequeños cuentos de terror indescriptible (“tengo miedo del miedo”) donde leemos, en tiempo real, cómo le abandona la razón. El loco, que puede disimular su estado en la vida exterior, siempre se delata en tus textos. Los textos de un loco tienen fuerza pero pierden progresivamente el estilo.
Sí, algo en efecto no anda del todo bien en el alma del que se mete a escribir, sea mediocre o genio. Pero si uno se acerca demasiado a la locura, por querer llegar más lejos en la creación o por enfermedad orgánica, ya no será escritor, ni genio, ni nada. Sólo un loco corriente.