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Asco hacia el lujo

Cierta vez antes de la crisis un camarero, vestido de rigurosa etiqueta en el W.C. de un restaurante, me fue poniendo delicadamente cubitos de hielo en un urinario para que mi orina tibia los fuese deshaciendo y no ascendiera el hedor. Me sobrevino en ese momento una profunda indisposición hacia el lujo, que aún padezco. Alguien había llegado demasiado lejos. Mear en frío como “delicatessen”. Como lo de poner cualquier porquería en el “gin tonic”, sin reparar en que la obra maestra no depende de ingredientes sino de un orden. Algo que podría aplicarse a todo en la vida, como ya había quedado claro hace siglos con Bach, el creador de (por utilizar la bella expresión de John Eliot Gardiner) “la música en el castillo del Cielo”.

Me di cuenta entonces que si el enemigo de lo bueno es lo mejor, lo mejor viene a ser a su vez enemigo de lo lujoso. El lujo es deseado por aquellos que no podrían apreciar lo mejor. De los que ven muy ajustado a razones que alguien de “esmoquin” en el urinario se agache entre sus piernas abiertas para deslizar algo de hielo. El lujo es el quiero y no puedo de lo mejor. Es lo mejor dirigido al mercado de las señoronas de ambos sexos. Es (si me permiten bajar un segundo de mi cueva a la actualidad) como ordenar la botella más cara en el “Ramsés” de Alcalá, en Madrid, cuya terraza ha cerrado con acierto ahora la alcaldesa Cármena. Espero que no por la excusa barata de que “ocupa espacio público” -quién en España no ocupa indebidamente espacio público- sino por el mal ejemplo que la pretenciosidad da a los niños…

En una ocasión conocí a una chica jovencísima de aire élfico que parecía disponer de sensibilidad para apreciar lo que hay detrás de las cosas y llegar a comprender el mundo. Hasta que me dijo que el sentido de su vida era tener mayordomo y chacha con cofia, concretamente filipinos. No sé si es que había visto muchas películas de misioneros producidas por “Cifesa”. Ahí a la niña le salió la provincia. El lujo es siempre provincial, aunque se encuentre en la “milla de oro” del mundo. El lujo ha causado una de las mayores destrucciones del patrimonio histórico conocidas, después de las guerras, o incluso antes. Me esponjan esos pueblos donde, como no se pueden permitir lujos, se pinta o se encala lo mismo miles de veces, durante cientos de años. Ese elegante equilibrio que sólo puede deberse a la escasez. Todo se viene abajo en cuanto allí aparca el primer “mercedes” de gama alta. Algo así le ocurría a Chesterton, cuando cantaba a las cosas ajadas de la humilde “Pequeña Inglaterra”, por contra al nuevorriquismo del Imperio victoriano.

Cuando el camino de la abundancia se bifurca de forma incompatible entre lo mejor y el lujo, las sociedades siempre eligen el lujo. Vienen los rusos con su desquiciado gusto urraquil por los dorados. Vienen los jeques. A veces, en cuanto reúnen cuatro duros, vienen los murcianos. Al Gobierno comunista chino de Mao se le ocurrió un día que el lujo consistía en laminar el Beijing antiguo y poner encima lo que entonces se consideró que hacía más lujoso: una interminable boina de asfalto de autovía en todas direcciones. El lujo es lo que dijeron a mi amigo Severo Almansa, que me lo contaba entre lágrimas por una dignidad creativa vencida por la necesidad. Un señor quiso comprar una serie de esos ascéticos cuadros suyos que parecen hechos sin tinta, como con la punta de un clavo de acero, “pero, chsst, eh, tienes que pintar encima algo rojo, que yo necesito que la decoración sea roja”. Supongo que, tras impartir su cátedra sobre decoración, el señor se levantó hacia el W.C. a regar exquisitamente cubitos de hielo.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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