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Dejémoslo, Reyes Magos

De niño temía que llegase la noche de Reyes. La cabalgata me ponía mal cuerpo. Para mí la posibilidad de que viniesen los tres Reyes a casa era como ver a los tres fantasmas de Dickens. Quería retrasar esa noche cierta con todas mis fuerzas. Por el único procedimiento que se me ocurría: hacer muchas cosas malas durante la Navidad (por alguna de las cuales, terrible para la sensibilidad actual, las autoridades de hoy me hubiesen metido en un reformatorio). Cometer cuantas más gamberradas memorables mejor, para sentir que se paraba cada instante, como un gran acontecimiento. La sensación de estar en un gran acontecimiento es lo único que ralentiza el paso del tiempo.

Esa fecha de Reyes equivalía a salir de las fiestas navideñas, que, de pequeño, eran como una dimensión esférica, perfecta… y eterna. Las navidades, para un cerebro inquieto de pocos años, se sienten que empiezan para no tener fin jamás. Encontrar, cada enero, que sí tenían fin y que terminaban con el abeto seco en el basurero era tan traumático para un niño como contemplar, en elipsis (es decir, que no se veía en la famosa película de Disney), que mataban a la madre de Bambi.

La noche de Reyes era el recordatorio de que que en aquella esfera cerrada, perfecta y eterna de las navidades había un enorme boquete por donde iban a entrar todas las decepciones que te reservaba el mundo. La fecha de Reyes siempre ha tenido algo de domingo aunque cayese cualquier otro día. Vísperas de un retorno a lo que los mayores llamaban “normalidad”, una palabra que me provocará malestar mientras viva. Recordé esta antigua sensación hace unos días, precisamente en tal noche. En el fondo, de niño quería que los Reyes Magos no llegasen. Eso significaba que no llegase el colegio. Que Reyes y maestros perdiesen mi dirección. Estaba dispuesto a sacrificar los regalos. Incluso el volver a ver a mis compañeros de pupitre. ¡Adios, muchachos!

Mucho tiempo más tarde vi reflejado ese peso en el alma que me producía esa noche, de niño, en la última película de John Huston, “Dublineses”. Cada seis de enero vuelvo a verla, como un rito. Transcurre en Reyes, en el Dublín de principios del siglo XX. En “Dublineses” está la premonición de que cada 6 de enero se va algo incalculable que supera en mucho a la celebración que llega. Se va el tiempo. Eso que un niño percibe de forma extremadamente potente. “Dublineses” es la adaptación de un delicado cuento de James Joyce. Hay una agradable cena familiar. Las viejas de la casa pronto desaparecerán; todo las seguirá. Las canciones populares suenan más cascadas que en la fecha de Reyes anterior. La vida de los adultos se revela una mera representación teatral. La nieve, siempre metáfora del enterramiento, cae fuera.

Siempre pienso que al día siguiente, a lo sumo a los dos días, se habrá acabado el encantamiento navideño y para los pequeños habrá cole. De niño temía que todo eso ocurriese, llegado el amanecer, idos los Reyes Magos. Ocurrió. Sistemáticamente ocurrió. Los Magos eran los que venían a anunciar que debía meterme otra vez en la grisura. Hace unos días no me trajeron nada de regalo. No vinieron. Hace años que ya no traen nada. Dejémoslo estar. Mejor que me hubiéseis olvidado en la Navidad eterna y no hubiéseis venido nunca a casa, Reyes Magos.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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