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Ivanov el lobo

Me gusta cuando el periódico da noticia de la desaparición de alguien que no es noticia. Mis necrológicas favoritas son aquellas que incluyen mayor número de palabras juntas que las que el mismo diario dedicó jamás a esa persona, cuando vivía. De entre todas las celebridades, prefiero las que no son célebres. Los pobres hombres a los que el periódico da tratamiento de celebridad. Entonces el periódico adquiere una pátina de elegancia asombrosa: publica algo que debería ser noticia pero no lo es, ni nunca lo fue. Algo que no interesa a nadie. Es decir, publica contra sus lectores. Entonces esas necrológicas tienen la gran poesía y altura de miras de los textos que no sirven para nada.

Estos días he leído que ha muerto a los cincuenta años el búlgaro Trifon Marinov Ivanov. Esa noticia ni dice nada hoy ni diría nada nunca, salvo en ciertos círculos exquisitos de Bulgaria. ¿Quién diablos se acuerda de Trifon Marinov Ivanov? ¿Cuántos quedan en pie que quisiesen saber, alguna vez, algo de Trifon Marinov Ivanov? Yo sí lo recordaba porque mi memoria es un bucle sin fin. Una rueda en la jaula del hámster. Me suelo quedar mentalmente en los diversos pasados por los que una vez transcurrí. Vivo permanentemente en algún pasado. Los recorro habitualmente a trote de roedor, dando vueltas a la rueda, para, ya fatigado, acabar en el mismo punto. Entonces me bajo de esa rueda para intentar dormir algo, casi amaneciendo. Ivanov, Ivanov…

Fue uno de los últimos futbolistas de verdad, completamente alejados del deporte. Parece ser que alguna vez dio alguna patada a un balón, pero sin abusar. De cuando los profesionales hacían más fútbol hablándolo borrachos en las barras de los bares que en el campo. Los partidos se acababan siempre en la madrugada haciendo submarinismo de whisky dentro de una gigantesca jarra de cerveza. Ivanov debía oler a ese zumo de tabaco agrio que se pega para siempre a las paredes y a las caras, dándoles ese color sepia tan característico (los grandes fumadores, con la piel curada por el humo, siempre parecen retratos de un siglo antes).

Nunca fichó por ningún equipo grande, ni mediano, excepto el Real Betis. Era dudoso que alguien lo viera realmente jugar: en televisión parecía un borrón móvil de pelo pardo. Pero figura ya para siempre, y es su mayor gloria, en el “top ten” de deportistas de la Historia de aspecto más amenazante. Lo llamaban “el lobo” porque parecía una transformación licantrópica a medio resolver. Una vez, en Alaska, me metí en una aldea aislada de antiguos jipis a la que sólo se podía llegar por avioneta y el único bar del pueblo, al oscurecer, parecía una asamblea de licántropos barbudos de ambos sexos que me miraban sin volverse ante sus vasos de Pabst “blue ribbon”. No era muy diferente la selección búlgara de Ivanov. Aquella selección que, con su fútbol típico de partido de torturadores contra casados, quedó cuarta en el Mundial de Estados Unidos de 1994. No era un equipo de deportistas, sino uno de esas bandas de tipos con caras fraccionadas como un acantilado que, cuando llegan a un “café cantante” sin mesas libres, los maitres aparten a empujones a los burgueses para sentarlos junto al escenario.

Balanov, Kiriakov, Letchkov, Kostadinov, Stoichkov, Ivanov… Dicen que fumaba y bebía como un pocero y la patilla le crecía hasta unos ojos amarillos que iluminaban la noche. Hoy me he acordado cuando el fútbol se jugaba en el Este de Europa, a la caída del Muro, dándole patadas en la alta madrugada a insignias inservibles del Ejército Rojo entre porterías improvisadas formadas por dos mendigos congelados.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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