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Malas vibraciones

Hará pocos años vi una película que me dejó una huella insistente, “My Winnipeg”. Un canto sonámbulo a una de las ciudades más invivibles del planeta. Winnipeg, provincia de Manitoba, Canadá. Uno de los pozos de frío más acreditados, donde el monumento local más visitado son unas cabezas de caballo congeladas en posturas angustiosas. Debido a la cristalización de la humedad cerebral, en Winnipeg la gente duerme cuando anda por la calle. Y siempre es de madrugada en los corazones. Fue –es- uno de los epicentros mundiales del espiritismo masónico, desde que la fe inmoderada en la ciencia del siglo XIX puso de moda la superstición.

Winnipeg está justo en el centro geográfico de Norteamérica, algo que según ciertos “iniciados” tiene un significado. Como en todos los lugares donde se manifiestan fenómenos fantasmagóricos, la ciudad se sitúa en la intersección de varios ríos en superficie y torrentes subterráneos. El agua, incluso sólida, produce al parecer corrientes magnéticas propicias para lo espectral.

Recordé este asunto de la deprimente Winnipeg en la lejanísima, también en calidad de vida, Turín, en el señorial Piemonte italiano. Salvando las inabarcables distancias, las dos ciudades responden a un diseño urbano hermético y se sitúan sobre varios ríos y corrientes subterráneas. Son dos “puntos de poder” en el planeta: Turín, en concreto, es el vértice más oriental del triángulo planetario de la magia negra. Es una geometría poco tranquilizadora, la turinesa, bien que severa y majestuosa. Poco tranquilizadora incluso para los escépticos. Pensaba esto ante el pequeño obelisco coronado por un astrolabio, en una minúscula placita de tierra de Turín que las autoridades municipales no han querido destacar. Señala el punto geodésico por donde pasa el paralelo 45. Lo ordenó colocar allí Napoleón Bonaparte. Es justo ahí donde se sitúa el vértice mundial del “triángulo negro”. La atmósfera en esa placita se siente también como terrosa, arenosa, espesa. En su entorno vive una pequeña colonia de despeluchados cuervos, tal vez guardianes de ese punto de la ciudad en concreto. No los advertí por ninguna otra parte. Me acordé de la leyenda de los “ravens” y la Torre de Londres. Aquello de que, el día en que desaparecezca la descendencia de esos antiquísimos córvidos, caerá Inglaterra.

Si uno pisa las losas de granito gris que sostienen el monolito en esa placita turinesa, el aire se vuelve fangoso por completo. Es justo el lugar donde, según la inspiración masónica de la ciudad, se baja a una de las tres cuevas inencontradas de los alquimistas premodernos, como Nostradamus (su casa, con una placa amenazante escrita por el propio visionario, está a tiro de piedra de aquí), desde la que a su vez se tendría acceso directo al Infierno.

Fue en este sitio donde el Papa Juan Pablo II cayó repentinamente indispuesto en 1988, al pasar su comitiva por la avenida que hay junto al obelisco. Desde los romanos un lugar infausto, al ser por donde el sol se pone. El Papa dijo aquel día en que ciertas fuerzas psicológicas se organizaron contra su visita algo misterioso: “Esta es una ciudad de santos, pero donde hay luz también se presenta El Otro. El Otro que utiliza diversos nombres, pero nunca el suyo”. En Turín se presenta El Otro con diversos nombres. Y tal vez se quede…

Desde la losa de granito gris que sostiene el obelismo y bajo la cual no se ha encontrado el acceso al Infierno (o probablemente sí: es un trayecto puramente simbólico), a unos pocos metros, se encuentra en lo alto un oscuro “genio alatto” metálico. Es una alegoría del conocimiento, al que alguna mano furtiva, durante una “restauración”, robó hace poco la estrella de cinco puntas invertida que lo coronaba y que lo identificaba para los esotéricos como “lucero del alba”. Es curioso. Otro pentáculo mágico se elevaba hasta principios del siglo XX en la cabeza de un gigantesco ángel sobre la ciudad, en la “Mole Antonelliana”. Durante una tormenta alpina, un rayo cayó sobre la base del ángel. Quedó colgado cabeza abajo e invertido el pentáculo, a semejanza del que había en “Piazza Statuto”. Se interpretó como un signo nefasto y nunca se repuso.

A cambio del pentáculo robado en la piazza, quizá fundido luego por el Ayuntamiento para evitar el turismo morboso o tal vez atesorado como reliquia por alguno de los iniciados en el “camino de la mano izquierda”, noté que alguien colocó en el “genio alatto” algo que antes no estaba. Creo ser el primero en anotarlo públicamente: el ojo izquierdo en blanco, sin párpado, ni pupila. Un ojo vaciado que parece verlo todo. Ese ojo inquietante brilla bajo la oscuridad. Como una “stella matutina” o “lucero del alba”.

Se presenta con muchos nombres pero no con el suyo… Ese “lucero del alba” al que también se conoce por “Lucifer”.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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