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Los restos de ti

Cuando hablo con personas más o menos jóvenes –cosa que sucede con molesta asiduidad, ya que llega un día concreto a partir del cual siempre eres el mayor de toda la concurrencia cuando entras a cualquier sitio- suele llegarme un pensamiento que me desanima mucho y me da ganas de salir corriendo.

Es el inquietante pensamiento de que, como jóvenes que son, me valoran por la imagen que proyecto en ese instante, normalmente poco afortunada. Me valoran por quién soy en esa hora concreta en que estoy frente a ellos. Que no son capaces de abstraerse y considerar que yo tuve una vez la mente más potente, la memoria más clara, el espíritu más tenso. No piensan que lo que tienen ante ellos son los restos sobre los que la elegancia aconseja correr un tupido velo, que hay que contemplar la vida del interlocutor en su conjunto para valorarlo. Dan ganas de decirles: “perdonad por los méritos que no podéis ver ya en mí, pero os aseguro que…”

Una de las trampas o espejismos que tiende el tener pocos años es creer que la gente va desarrollando capacidades y va acumulando conocimientos y siendo “más completo” y “enriquecido” sin más límite que la caída del telón de la muerte. Es el sentido “lineal” de la existencia. Una equivocada idea adolescente del que por cierto los progres y los norteamericanos siguen convencidos por viejos que se hagan y por ridículas batallas contra los hechos que libren. Es la mentalidad del joven, del que piensa aún que la vida es una sucesión de “masters” y conquistas intelectuales, e incluso físicas, de subidas a cumbres cada vez más altas, de que mañana, si nos esforzamos, será mejor que hoy.

Sin embargo, luego no es así en absoluto. Te das cuenta que la vida te tima, en esto como en otras cosas. Recuerdo, a este respecto, el título de la sección de prensa que durante sus últimos años hizo Haro Tecglen en “El País”: “Qué estafa”. Llega un momento en que vas al cajón donde creías que guardabas todas tus virtudes, todos tus conocimientos, todos tus matices, lo que has podido ganar en la vida que no sea dinero, y lo encuentras asaltado, vacío. Qué estafa, piensas entonces, sistemáticamente. Envejecer es pensar “qué estafa”.

Nadie acumula conocimientos y es cada vez más completo como persona hasta el instante en que cae el telón. Uno tiende a ser menos de lo que era –a veces casi nada de lo que era- muchos años antes de que se acabe todo. A veces muchos decenios antes. Ser plenamente consciente de lo que se va perdiendo es una tortura indigna. Es injusto sopesar a nadie por quién es durante su larguísima decadencia. Tendríamos que tener en la mente quiénes fueron algún día, en su esplendor, en su gran noche.

Sin embargo, casi nadie es capaz de representar en su cabeza lo grandes que fueron algunos si delante no tienen más que esa vaga humedad que queda tras pasar una sombra. Es muy difícil representárselo incluso si se ha frecuentado a esas personas que un día fueron brillantes y tuvieron aura, y han seguido de cerca su apagón. Explicarle a un joven que muchas veces las personas no son lo que tienes delante sino lo que han sido es desalentador: por un lado lo comprende perfectamente, con su rápido intelecto, pero por otro no lo “ve”. Su mente temprana se rebela ante esa fría lección de la vida de que no existe un mejoramiento continuo por mucho que a lo largo del tiempo intentes ser mejor. No lo interioriza.

Por ejemplo, conocí al escritor y pintor (por ese orden) Ramón Gaya cuando él era poco más que un niño enrabietado ya muy al final de su larga vida. Poco o nada quedaba del fino intelectual que ha creado una escuela nacional especialmente militante -y virulenta-de “gayistas”. Hasta para mí, que ya había vivido lo bastante como para tener en cuenta las oscilaciones a las que nos someten los años, era difícil hacer el ejercicio mental de contemplar un gran creador con mundo propio en aquella pequeña figurilla de piel manchada por el sol y en plena pataleta de jardín de infancia.

Me ocurrió también con el legendario intelectual francés Jean-François Revel, aquel tipo al que conocí lleno de apabullante energía mental y física –casi hasta el final mantuvo un sorprendente parecido con el rapado maestro de lucha libre que sale en “Atraco perfecto”, de Kubrick-, viéndolo, al final de sus días, librar una batalla sobrehumana para andar treinta metros y llegar a un taxi. Me preguntaba si quien lo conociese entonces, en su apagamiento, sabría ver en él los restos del enérgico titán que fue durante su apasionante vida. La respuesta, evidentemente, es no…

No.

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Sobre el autor

José Antonio Martínez-Abarca. Nació una vez en un sitio tan bueno como otro cualquiera. Es lo que antiguamente solía llamarse un "columnista de prensa". Ha publicado demasiado sobre demasiados asuntos en diversos periódicos; pero guarda pocos recuerdos de ello, como si le hubiese sucedido a otro. Puede que, en efecto, fuera otro. Esto es lo primero que escribe sin aplicar la autocensura. Todos los lugares y hechos de este diario serán reales. Sólo se ocultarán algunos nombres por una doble cortesía: hacia el pudor de las señoritas y hacia el vigente Código Penal. Pretendo sólo salvar lo que de valioso hay en cualquier pequeño infierno cotidiano, para hacerlo llevadero y a veces sublime.


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