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Joaquín García Cruz

Menuda política

El milagro de Iris

La niña británica Iris Halmshaw tiene solo tres años, y ha vendido por 1.800 euros dos de los cuadros impresionistas que pinta y que, según el Daily Mail, recuerdan por su trazo a Monet. Pero Iris no habría salido en los periódicos si no fuera autista. Su madre, Arabella Carter-Johnson, asegura que la cría «se despistaba, aunque intentábamos hacer cosas con ella o que jugase en grupos». Así es el autismo, en cierto modo tan insondable como el amor, que lleva al enamorado a replegarse en un mundo interior vedado para el resto de la Humanidad. Al menos del enamorado se sabe que de esta forma halla la felicidad, pero de un autista no se conoce bien qué siente exactamente al otro lado de su incomunicación.
Cuenta la madre que la única terapia que los médicos recomendaron para Iris al serle diagnosticado su trastorno consistía en «encontrar algo que le gustara hacer», ante la terrible certeza de que el autismo no tiene cura. Entonces sucedió un milagro. Iris se puso un día a pintar en la escuela, frente a un folio en blanco, y mostró una capacidad de concentración asombrosa, que aún hoy la mantiene cinco horas diarias aferrada a los pinceles y que ha iluminado su carita con una sonrisa que rara vez había regalado antes a su familia. La veo en las fotos, me imagino la ternura que su rostro angelical debe de inspirar en Arabella Carter-Johnson, y se me antoja similar a la ternura que cada mañana vislumbro también en los padres que sujetan a sus hijos de la mano en la parada del autobús que los llevará al Centro Ocupacional de Espinardo. Los matan a besos mientras esperan que el mismo autobús de siempre, en el que viajan los ‘amigos’ de siempre, los dejen en su ‘colegio’ de siempre, quizá frente a un folio en blanco como el que inesperadamente devolvió la sonrisa al semblante hasta entonces impenetrable de Iris Halmshaw. Acarician sus cuerpos adultos, de 20 años y de más, con la delicadeza maternal que se procura a un bebé, porque esos hombretones son en realidad, y nadie lo sabe mejor que sus padres, niños. En la parada del autobús, como antes en su casa y después en el ‘colegio’, parecen dominados por movimientos repetitivos como el bote de una pelota, el giro incesante del cuello o una sucesión de cachetes en la cabeza. Los autistas necesitan de esta estimulación sensorial, que es su forma de explorar el mundo, al igual que cada mañana necesitan encontrarse en la misma parada del bus a sus amigos de hace años y que los lleven al ‘colegio’ de toda la vida, donde un cuidador -el de siempre- les espera con un folio en blanco. Me pregunto si el político que ha decidido dispersar a los 104 amigos del Centro Ocupacional de Espinardo habrá leído la historia de Iris Halmshaw.

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