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Joaquín García Cruz

Menuda política

Un palacio sin farolillos

Un ambiente festivo envuelve tradicionalmente las tomas de posesión de los nuevos consejeros, que celebran su ascenso a la cumbre de la política regional abrigados por el cariño de familiares y amigos. Otros altos cargos de la Administración, funcionarios y militantes del partido en el Gobierno les dan la bienvenida al poder, y a su lado se dejan ver enseguida los primeros palafreneros. No será así hoy. Adela Martínez-Cachá y Luis Martínez de Salas jurarán o prometerán sabiéndose la consecuencia de una gravísima crisis de resultado impredecible. Bien podrían suscribir ambos el arranque majestuoso que Ana María Matute fabuló para que la niña Adriana abriera su relato autobiográfico en ‘Paraíso inhabitado’: «Nací cuando mis padres ya no se querían». El Ejecutivo al que los dos Martínez llegan es el fruto de un matrimonio de conveniencia que Ramón Luis Valcárcel y Alberto Garre forjaron en su día y que en menos de un año han mandado al garete, originando una situación bochornosa que nos retrotrae a la que los socialistas protagonizaron en 1993, cuando la dirección del PSOE perdió la confianza en el presidente autonómico Carlos Collado -‘su’ presidente- y le plantaron delante una carta con las firmas de sus propios diputados regionales (a los que el juego democrático asigna el papel de elegir y apoyar al jefe del Gobierno), recogidas al servicio de una eventual moción de censura. Es pertinente recordar hoy que, en aquella ocasión, el partido ganó y el Gobierno perdió. Los fantasmas de la dictadura inspiraron en 1978 una Constitución en la que se concede a los partidos políticos un poder cuasi omnímodo, que da lugar a listas cerradas, a subterfugios legales para financiarse irregularmente y, entre otras perversiones democráticas, a que un partido pueda, llegado el caso, ganar un pulso como aquél de 1993 y como éste al que -¿alguien puede asegurar lo contrario?- pudiéramos estar asistiendo estos días. Hoy no habrá fiesta en el palacio de San Esteban, aunque quienes paseen por las calles aledañas al palacio vean ‘selfies’, coches oficiales, mucha Prensa y trajes de chaqueta. No puede haberla, por más que los Martínez sientan el orgullo legítimo de ser consejeros del Gobierno de su tierra. El PP está en guerra consigo mismo, y ya ni siquiera lo disimula, a juzgar por las invectivas que ayer se cruzaron Alberto Garre y su viejo amigo Vicente Martínez Pujalte, quien en este envite probablemente fratricida ha decidido apostar por Valcárcel. El momento que el PP vive hoy en Murcia tiene más de duelo que de fiesta, y sacramentos no le faltan al sepelio, con el alcalde de Murcia ya imputado, y el presidente del partido, el delfín de éste y la alcaldesa de Cartagena, protegidos provisionalmente de las garras de la Justicia gracias al privilegio del aforamiento de que gozan, un arcaísmo a derogar. Todos, por asuntos feos. Todos, inocentes ante la ley en tanto un fallo condenatorio no establezca su culpa, pero todos despojados ya -en el plano político- de su derecho a la presunción de inocencia. ¿Quién, así las cosas, se atreverá hoy a poner los farolillos en San Esteban?

Es afuera donde está la fiesta, si por fiesta cabe entender también el espectáculo. La gente contempla atónita estos días, a dos meses y medio de las elecciones, cómo se desgarra un partido que era monolítico; quizá poco democrático en sus estructuras y maneras, ciertamente, pero cohesionado, fuerte y electoralmente invencible desde que los socialistas se hicieron el haraquiri. Dentro de San Esteban no hay mucho que celebrar, aunque los discursos oficiales que serán pronunciados traten de enmascarar la realidad de un Gobierno sobrepasado por una crisis sibilina que tal vez le han montado desde el partido que estaba llamado a sustentarlo, aparentemente con la pretensión de salvar a Valcárcel de una imputación deshonrosa. Salta a la vista que el resultado -suponiendo que la cosa se quede aquí- es lo que se llama una victoria pírrica: la que hace más daño al vencedor que al vencido.

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