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Joaquín García Cruz

Menuda política

Turismo de sangría

Aquel taxista de Madrid, su mujer, la suegra y una niña con flotador entraron a la macrodiscoteca de moda sin más ropaje que bañador y toalla, saludaron por su nombre al musculoso portero y se zambulleron antes que nadie en la fiesta de la espuma -que una noche más estaba a punto de llenarles de felicidad- en el mismo barreño donde una chica de Albacete había ganado en la víspera el concurso de ‘miss camiseta mojada’. Ni un cubata se tomó la familia, pese a que tenía barra libre del dueño a cambio de que se resignara a dormir de día durante toda la quincena, ya que por la noche su apartamento no dejaba de temblar, por las reverberaciones de la música, y una vez comprobado que de nada habían servido las numerosas denuncias del verano anterior. La discoteca -almenas postizas, dos pistas, jaulas para los más bailongos, piscina, gogós, palmeras y garrafón-, se situaba a las afueras del pueblo, pegada a un invernadero. Pero no tenía pérdida. Un cañón de rayos láser que iluminaban las tomateras circundantes te guiaba hasta el establecimiento, y allí aparcabas sobre un terraplén, si -como solía suceder-ya estaba imposible la explanada que se ofrecía de aparcamiento y en la que sexo y droga corrían por dentro y por fuera de los coches sin respeto alguno a lagartijas y mosquitos, confundidos en su hábitat por aquella marabunta ocasional. Estaba garantizado que los viernes y los sábados harías el camino en caravana, y que a la vuelta, ya al alba, te esperaría un control de alcoholemia.

Tampoco de día te aburrías. Ojeabas medio periódico en la cola de los churros, buscabas el pan, echabas un pestañeo por el súper y, cuando te dabas cuenta, ya estabas sudando. A la playa. Segunda línea, no está mal, qué raro, será porque se ha nublado. Un vertido de aguas fecales obligaba a cerrarla hasta la tarde o incluso hasta la mañana siguiente, alguna vez en julio y -seguro- otras tres o cuatro en agosto, cuando la población se multiplicaba y las tuberías reventaban. El Ayuntamiento te cobraba los recibos de todo el año, pero, bien, bien, lo que se dice bien, la red de agua potable solo funcionaba en temporada baja. Demasiada gente para este pueblo. Era la única e inadmisible explicación municipal.

La siesta se veía interrumpida a las cinco de la tarde, como si el descanso entendiera de horas, por la flauta del afilador, el derrape de algún niñato con la moto trucada o el descapotable con señorita en lo alto que recorría las urbanizaciones forrado de altavoces que anunciaban la fiesta de la espuma en la macrodiscoteca de moda. Tampoco ayudaba a completar un feliz veraneo que pidieras en la terraza del paseo marítimo un calamar a la plancha y te sirvieran anillas de calamar descongeladas, o que comerte una pizza con ensalada te costara dos horas y más dinero de la cuenta.

Todo esto sucedía invariablemente (¿sucede aún?) en cualesquiera de los pueblos de nuestra Costa Cálida, la misma que regala, para quien sepa gozarlas, algunas de las mejores playas de España -sí, de las mejores de España-, gracias a su arena dorada y sus aguas limpias, en las que puede uno bañarse sin necesidad de escarpines, unas playas que ya quisieran para sí Andalucía y Cataluña (las dos autonomías que más turistas reciben); el mismo litoral también en el que una puesta de sol -imbatible la del Mar Menor- parece sacada de una paleta de colores y con la que tampoco alcanzan a rivalizar los crepúsculos a menudo desabridos de la cornisa cantábrica y de la orilla oceánica.

Cuando vi a la familia de Madrid lanzarse de cabeza a la fiesta de la espuma en aquella discoteca de las afueras, me dije, hace ya de esto veinte años, que el turismo iba mal encaminado. Aún no habían salido de la caverna los ‘kaleborrokas’ que este verano pintarrajean los autobuses de los ‘guiris’ y pinchan las bicicletas municipales de alquiler, pero yo empecé a tener claro entonces que nuestro tradicional modelo de turismo se agotaba, y hoy estoy convencido de que si por estos pagos no se ha llegado a los extremos del ‘balconing’ y de las borracheras colectivas de Magaluf ha sido por la falta de hoteles para alojar a tantos borregos juntos. Solo por eso. El cariz que nuestras playas empezaban a tomar en los noventa, y el feísmo rampante, parecían abocarnos a convertirnos también en un destino barato. Nos empeñamos en contar cuántos visitantes más recibimos cada verano, a la caza de medallas estadísticas, sin avistar el riesgo de que el sector languidezca, no porque se masifique (una eventualidad aún lejana), sino porque se empobrezca. Nuestros hoteles son los más baratos, pero también los menos rentables. Mal negocio. Los visitantes extranjeros vienen en su gran mayoría empaquetados por un operador, pero no llegan individualmente atraídos por unos encantos que apenas conocen debido a una promoción errante y desacertada. Es el momento de apuntarse al gran debate nacional que Gobierno, autonomías y empresarios acaban de abrir, empujados por los brotes de ‘turismofobia’, y definir un modelo definitivo para la Región en el que, si bien cabe toda la riqueza turística disponible (la cultural, la gastronómica, la natural y la religiosa), habrá que apostar por valores seguros e identificar sin ambages ni complejos nuestras fortalezas, que son -admitámoslo ya de entrada- el sol y la playa. Pero de poco servirán tales atributos si no se revisten -de verdad, no de boquilla- con el marchamo de la calidad y el criterio inapelable de la sostenibilidad. De no hacerlo así, nos enfrentaremos al riesgo de seguir engrosando la estadística con los turistas ‘low cost’, con los que suben al avión ya ebrios, con los que ahora la lían parda en Magaluf, y con todos aquellos a quienes Cataluña y Baleares no dejarán entrar porque se han dado cuenta, a tiempo, de que la masificación pone en peligro su gallina de los huevos de oro. Nos quedaremos con las migajas, con las sobras de los otros, con quienes no se toman ni una cerveza porque la llevan comprada del chino, y con quienes disfrutan más en una fiesta de la espuma (¡Dios mío!) que amartelándose de atardecida con la brisa que acaricia a un buen chiringuito.

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