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Miguel Rubio

Microhistoria(s)

De flores, arrope y difuntos

Recupero una ruta para este fin de semana tan señalado en el calendario. Porque si hay un lugar visitado estos días en Murcia, además de la ‘ciudad de los muertos’, es sin duda el entorno de Santa Catalina. En lo que fue la plaza de armas de la ciudad y el centro neurálgico del negocio de la seda, se extienden los puestos de flores para honrar a los difuntos y las casetas de arrope y calabazate para endulzar la existencia a los que aún (¿hasta cuándo?) disfrutan de este lado más mundano. Si se decide a recorrer el entramado de estrechas calles, recovecos y plazuelas y así cumplir con las dos tradiciones de la fiesta de Todos los Santos (la de recordar a los difuntos y la de reconfortar el paladar con el famoso ‘elixir’ de higos), quizás deba saber que en este entramado urbano, desde Las Flores hasta San Antolín, se guardan historias de varios de los personajes más importantes de Murcia que ya han pasado a mejor vida.

La tumba de Saavedra Fajardo
Hasta que Carlos III ordenó trasladar los cementerios a las afueras de las ciudades, por una cuestión de salud pública, nobles y eclesiásticos eran enterrados en las iglesias. Cuanto más próximo al altar mayor, mejor, porque creían que así estarían más cerca de Dios. La familia del diplomático Diego Saavedra Fajardo eligió la iglesia de San Pedro como última morada. Y fue el famoso humanista nacido en Algezares el que decidió ampliar el lugar de enterramiento en el templo para que cuando a él le llegara el amargo trago poder descansar junto a sus antepasados. No pudo ser. Saavedra Fajardo murió en Madrid en el año 1648 y fue enterrado en el convento de los Recoletos Agustinos. Y ése no fue el final. En 1836, sus huesos fueron trasladados a la madrileña colegiata de San Isidro, porque el recinto conventual amenazaba ruina. Cincuenta y dos años después, lo que de él quedaba (dos fémures y el cráneo) volvieron a casa. Pero no a la iglesia de San Pedro, sino a la Catedral.

El ‘milagro’ del corregidor
Hubo una vez en Murcia dos calles denominadas de la Muerte y el Miedo. Y ahí arranca la siguiente historia. Por la cercana calle del Pilar se llega a la ermita del mismo nombre. Su construcción es una muestra de agradecimiento. Según cuenta Emilio Estrella en su libro “Dos siglos a la sombra de una torre”, estaba un día de patrulla el corregidor Pueyo por las mencionadas callejuelas, que por su nombre debían de ser para echarse a temblar, cuando el representante regio recibió un disparo, con la suerte de que una medalla de la Virgen del Pilar que portaba al cuello, paró la bala. Pueyo vio en el suceso un destello milagroso, y para dar las gracias decidió levantar un hospital de peregrinos y la ermita dedicada a la patrona de la Benemérita. Del hospital no queda nada más que el recuerdo, y el patronazgo del templo aún hoy lo ejerce el Consistorio. Una placa señala que en este punto estuvo la famosa puerta de Vidrieros, una de las más monumentales de la antigua muralla.

Aquí yace Diego Mateo
Siguiente destino, la parroquia de San Nicolás, donde está enterrado otro murciano de pro. La biografía de Diego Mateo Zapata, médico y filósofo nacido en 1645, no parece un camino de rosas. Que sus padres fueran judíos conversos no le ayudó mucho a este buen hombre. Tuvo varios encontronazos con la Inquisición y su prestigio como galeno no le libró de la cárcel. Francisco de Goya le dedicó un grabado en el que aparece avejentado, cabizbajo y encadenado. Fue un adelantado de su tiempo. Abogó por la farmacología química y destacó en el campo de la obstetricia. Quizás harto de que el Santo Oficio no le dejara en paz, emprendió una particular campaña de imagen: sufragó la reconstrucción de la iglesia de San Nicolás de Bari. La obras incluyeron el altar mayor al más puro estilo barroco. Diego Mateo murió casi centenario y descansa en la nave principal del templo.

Puesta de venta de arrope en la plaza de San Pedro. / V. ViCÉNS

Huesos de santos
No muy lejos de esta iglesia, el cruce de la calle San Nicolás con Santa Teresa, donde está el callejón de los Huérfanos, esconde otra historia. Hasta principios del siglo XVIII ahí estuvo la puerta del Azoque. Para la historia ha quedado que por ella entró a la ciudad, en el año 1594, el arca con los restos de Santa Florentina y San Fulgencio, dos de los cuatro santos cartageneros, que eran hermanos, procedentes de Plasencia. Las reliquias se conservan en el altar mayor de la Catedral y una vez al año son portadas en procesión por el claustro del templo a hombros de sacerdotes y seminaristas. Como recuerdo queda el hospicio de Santa Florentina, conocido como Casa de los Huérfanos. Desde su fundación por el poderoso cardenal Belluga en el año 1710 ha desempeñado el mismo cometido. Pero ésa es otra historia.

Nuestro patrimonio cultural en pequeñas dosis

Sobre el autor

Mazarrón, 1967. Periodista de 'La Verdad' y guía oficial de turismo.


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