La época dorada de la ópera en Viena está ligada a la figura de Gustav Mahler (1860-1911), el músico que revolucionó la concepción musical de la antigua capital imperial.
Mahler era de origen judío, lo que de entrada lo descartaba para ser director de la Ópera Imperial. Hay que tener en cuenta que en la sociedad vienesa de finales de siglo XIX existía un arraigado espíritu antisemita que complica la vida a los ciudadanos de origen judío, que constituían la décima parte de los habitantes de la ciudad.
Esta atmósfera antisemita era consecuencia de la relevancia social que había logrado un pueblo que hablaba bien el alemán, que tenía plena libertad religiosa y que destacaba tanto en el ámbito cultural como en las carreras universitarias de donde salían excelentes juristas y médicos. Sin embargo, a pesar de que la Constitución de 1867 les permitía ser ciudadanos con los mismos derechos que sus vecinos, el acceso a determinados cargos dentro del ejército o la administración seguía siendo un gran problema.
El cargo de director de la Ópera Imperial no era una excepción, por lo que Mahler tuvo que demostrar algo más que ser un gran músico y se decidió por convertirse al Catolicismo, requisito que la Doctora en Historia Isabel Margarit, etiquetó como un “sencillo cambio de traje”.
Así que, además de un brillante curriculum vitae como alumno del Conservatorio de Viena y de sus cargos como director musical de los teatros de ópera de Praga, Leipzig, Budapest y Hamburgo, Gustav Mahler tuvo que certificar su bautizo católico para que el apoyo de Johannes Brahms le permitiese ser protagonista una de las páginas más gloriosas de la Historia de la Música.
Gustav Mahler fue un compositor y un director musical de una exigencia artística sin par. Esto le proporcionó grandes satisfacciones, aunque también le acarreó consecuencias negativas. Pero esto forma parte de otra historia.