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Amok, pokémon y otras (malas) hierbas

El mundo que a finales del siglo XVIII exploró el capitán James Cook, descubriendo islas y costas en el Océano Pacífico que eran desconocidas en Europa, era la antítesis del planeta interconectado que hoy conocemos. Cook documentaba cuanto veía en sus cuadernos de viaje. Lo hizo en 1770 al desembarcar en la isla de Java y hoy sabemos por sus apuntes que existía un extraño comportamiento entre algunos nativos. Se trataba de súbitos brotes de violencia y rabia salvaje que les hacía salir a la calle armados con machetes, matando a todos los que encontraban a su paso hasta que eran apresados, asesinados o se suicidaban. Un paroxismo homicida al que los indígenas llamaban ‘amok’. Un poco más de un siglo después empezó a considerarse un trastorno psiquiátrico de carácter cultural, pero circunscrito a esa región malaya. Sin embargo, hoy se sabe que el ‘amok’ es un síndrome existente en todos los países, diferenciándose únicamente en los métodos y las armas empleadas. Puede ser un machete malayo, una katana japonesa, un kalashnikov ruso o una escopeta española de caza, como ocurrió en Puerto Hurraco o hace unos días en Bullas. La cultura se convierte en un factor modulador que determina cómo se manifiesta el ‘amok’, pero no si éste ocurre o no.
Cuando hace una semana llegaron las primeras noticias, todavía confusas, de un tiroteo indiscriminado en un centro comercial de Múnich, Europa se estremeció ante la posibilidad de que fuera otro ataque yihadista en plena escalada de terror del Estado Islámico. Sin embargo, el autor de las ocho muertes por disparos resultó ser un joven germano, hijo de asilados iraníes y en tratamiento psiquiátrico, que había planificado su matanza durante un año. En 2012 había sido víctima de acoso escolar y acabó desarrollando fobia social. En una mochila encontrada en su dormitorio, la Policía halló un ejemplar del libro ‘Amok, por qué matan los estudiantes’. Si David Ali Sonboly sufrió un acto de locura de tipo ‘amok’, o fue una masacre planificada a conciencia, quedara en el aire porque el joven se suicidó antes de poder ser detenido.
El nexo que une al yihadista que asesinó a 85 personas con un camión en Niza y a este joven inadaptado que mató a otras 8 en Alemania, por motivaciones muy diferentes, radica en que ambos eran lobos solitarios, aunque no vivían en una aldea aislada como los ‘amok’ de Java, sino en una aldea global interconectada, donde el efecto de emulación y de uniformidad cultural se ha multiplicado exponencialmente. Ya no es necesario que los jóvenes europeos viajen a Siria, Irak o Afganistán para radicalizarse o entren en contacto con perniciosas influencias en sus barrios. El autor del atentado de Niza, Mohamed Lahouaiej Bouhlel, un tunecino que sufrió problemas psicológicos durante años, se radicalizó rápidamente a través de internet, como prueban sus consultas en buscadores de la Red. Por su parte, el asesino de Múnich se documentó a conciencia sobre crímenes como el de la Universidad de Columbine y la escuela de primaria de Sandy Hook, haciendo coincidir su masacre con el quinto aniversario de la matanza de 69 estudiantes noruegos por los disparos de Anders Breivik. Para conseguir el arma, una pistola Glock, el joven de Múnich recurrió a la ‘deep web’, una zona oscura de internet que es inaccesible sin programas especiales y difícil de rastrear por las Fuerzas de Seguridad.
El efecto de emulación a través de internet es mucho más poderoso que el de la televisión, cuyos contenidos están sometidos a mayor control y tienen un efecto más limitado en la generación de conductas violentos. Cuando en España aparecieron en 1990 las televisiones privadas y el sector se decantó por el modelo italiano (grandes audiencias con contenidos de baja calidad) comenzó un declive cultural de profundas consecuencias para España. Que muchas jóvenes quieran ser hoy como Belén Esteban, o como la esposa del futbolista David Beckham, una ‘triunfadora’ social que se jactaba de no haber leído nunca un libro, es desastroso, aunque tanta estulticia contagiosa no parece un problema en términos de seguridad ciudadana o de convivencia pacífica. Las actitudes agresivas generadas por la ‘caja tonta’ desaguan en las redes sociales, donde la cosa adquiere otro cariz menos amable porque ese entorno digital ampara el anonimato, propiciando el ataque impune, y cualquiera puede ser interpelado, aunque no lo quiera. (Las generaciones posteriores a la mía no han pisado nunca una taberna de cuartel, pero cuando desapareció el servicio militar obligatorio alguien inventó Twitter, que en el plano discursivo se parece mucho: frase corta, mucha gracieta y excesos a tutiplén entre personas que de otra forma nunca habrían contactado entre si).
Quienes están creciendo hoy buscando Pokémon en el móvil por las calles son presas propicias para el nuevo consumismo digital desaforado contra el que se rebelan voces autorizadas, entre ellas la del escritor Andrew Keen. Autor de dos libros muy recomendables, el último llamado ‘Internet no es la respuesta’, muestra el envés de un negocio digital que está en manos de un puñado de empresas californianas, que no generan empleo sino que lo destruyen a nivel mundial, generando más desigualdad social, mientras eluden el pago de impuestos en la mayoría de países donde operan. Keen no es un tecnófobo ni renuncia a las enormes ventajas del universo digital, pero advierte sobre las consecuencias de los excesos de una tecnología disruptiva que nació como una utopía, ideada por físicos que querían compartir conocimientos sin fronteras, y ha mutado en una distopía, bajo el control lucrativo de esas pocas empresas que fijan las reglas. «Kodak tuvo que despedir a 43.000 empleados arruinado por Instagram, que tenía 14. Una librería creaba 47 empleos por cada 10 millones de dólares de ventas; hoy, por esa facturación, Amazon crea 15; General Motors empleaba a 200.000 personas cuando valía 55.000 millones; Google vale 400.000 y emplea a 46.000», declaró recientemente Keen a ‘La Vanguardia’. Estoy convencido de que si viviera el capitán Cook hoy pensaría que Internet ‘is running amok’ (fuera de control).

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