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Trillo

Es probable que el exministro y exembajador esté hoy bajo el síndrome de Ayax, muy común en aquellos políticos que no acaban de entender por qué generan un rechazo generalizado cuando se creen merecedores de los mayores honores

En la ciudad donde Jonathan Swift, el autor de ‘Los Viajes de Gulliver’, y John Arbuthnot, médico de la Reina Ana, trabaron una amistad de la que nació un opúsculo llamado ‘El arte de la mentira política’, el azar me llevó hace menos de un año a compartir una corta conversación con Federico Trillo en la que me relató su ’verdad/posverdad’ sobre quiénes le pidieron en su despacho del Ministerio de Defensa la segunda pista de San Javier cuando ya se proyectaba el aeropuerto de Corvera. Aunque siendo el cartagenero un estudioso de Shakespeare, hoy más que nunca su trayectoria política, que cesa con su marcha de Londres, evoca irremediablemente a ‘Macbeth’, ‘La Tempestad’ y, sobretodo, a los diálogos entre Ayax, Agamenón y Ulises que trenzó el genial dramaturgo inglés en torno a la soberbia.

Probablemente Trillo, que anunció su marcha el jueves sin pedir disculpas a las familias de los 62 militares del Yak-42, en realidad sin hacer una sola mención al caso del avión militar, esté hoy bajo el síndrome de Ayax, muy común en aquellos políticos que no acaban de entender por qué generan un rechazo generalizado cuando piensan que son merecedores de los mayores honores. Tan importante como saber estar en política es saber salir de ella, pero entre el deseo de unos de permanecer ‘ad eternum’ en el machito, y la costumbre de nuestros presidentes del Gobierno de premiar a sus amortizados colaboradores con puestos en embajadas, agencias internacionales y demás canonjías, algunos se las apañan de maravilla para esfumarse de la vida pública de la peor manera posible para sus propias semblanzas. Toda huele a que la salida de Trillo «a petición propia» no es más que la fórmula pactada con Rajoy para no pasar por el deshonor de un cese si la presión de la oposición llegara a ser insostenible. Con la marcha de Trillo y la admisión por Cospedal de la responsabilidad del Ministerio de Defensa, Rajoy quiere zanjar la tormenta desatada por el informe del Consejo de Estado sobre el accidente del avión de transporte militar. Si jurídicamente ya fue relevante el reconocimiento de la responsabilidad patrimonial del Ministerio en la tragedia, políticamente ha resultado demoledora la conclusión de que el desastre se habría evitado si Defensa hubiera cumplido con su deber de velar por las condiciones en las que viajaban los soldados. Ni más ni menos que lo sospechado por la inmensa mayoría de españoles, sin distinción ideológica.

Jonathan Swift y John Arbuthnot tenían razón. Visto el caso del Yak-42 desde todos sus ángulos, la política aparece una vez más como el espacio por excelencia de la mentira. Y todo porque, al igual que sucedía hace tres siglos, algunos de sus actores la consideran indispensable para gestionar y comunicar los asuntos de interés público. «Mientras la falsedad vuela, la verdad se arrastra tras ella», decían ambos autores en su libro, aunque precisaban que, para alcanzar el mayor grado de eficacia, la mentira política debe ser efímera. Y la impostura del Yak-42 ha durado nada menos que catorce años. De ahí que sea muy poca la reparación moral que han encontrado en estos días los familiares de los militares fallecidos, más allá de los gestos de empatía de la ministra Cospedal.

Quizá hubiera bastado con que el exembajador y exministro, absuelto en su día de cualquier responsabilidad penal por la Audiencia Nacional, hubiera pedido perdón por el trato dispensado a las familias antes de irse a ese puesto de letrado que ganó por oposición en el Consejo de Estado, aunque puede que entonces Trillo habría dejado de ser Trillo, el hombre que, en una frase a veces atribuida a Aznar y otras veces a Cascos, «es capaz de apuñalarse a sí mismo si le dejas solo en una habitación». Si quien fue el gran muñidor de la política judicial del PP durante décadas quería mantener viva su leyenda negra no lo ha podido hacer mejor. Hace unos años fue enviado por Rajoy a Valencia para convencer a Francisco Camps de que debía dimitir. Esta vez ha sido él quien ha pedido el relevo, quizá sabedor de que, antes o después, alguien podría ser enviado desde Génova para hacerle ver que lo más conveniente sería una retirada rápida del foco público. A estas alturas ya saben todos los dirigentes populares, Trillo el primero, que exclusivamente Mariano Rajoy está tocado con la gracia divina de la flotabilidad del corcho.

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