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Lola Gracia

Vivir en el filo

Territorio violable

 

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No sé en qué punto ha fallado la educación para que la violación les parezca una alternativa de ocio a una manada de descerebrados. En la sociedad Occidental criticamos mucho el Islam porque las mujeres llevan burka, porque las casan sin su consentimiento cuando son niñas, porque viven para servir al hombre sin posibilidad de redención.

No miremos tanto afuera. Lo de aquí tiene su miga, oigan.

Atención al escabroso escrito de acusación contra los presuntos violadores, conocidos como La Manada: “bajaron la ropa interior de la joven y le obligaron a realizar felaciones a todos ellos, que también le penetraron, uno anal y vaginalmente, sin usar preservativo y “valiéndose de su superioridad física y numérica” y de la “imposibilidad” de la joven de “ejercer la más mínima resistencia”. Ah, claro, lo grabaron. Este detalle no puede faltar en cualquier agresión de nuestros días.

Por supuesto, le robaron el móvil para que no pudiera pedir auxilio. Los whasaps encontrados donde se especifican lo necesario para consumar la infamia no dejan lugar a dudas. Reinoles “baratos”, burundanga, cuerdas, “porque claro, querremos violar todos”.

Teresa Espuch me animó a escribir sobre esto. Difícil no repetirse a estas alturas. Sólo la reflexión final: cómo se trivializa la violación primero por los imputados y luego por sus amiguitos fieles: “follándonos a una entre los cinco, qué puta pasada de viaje”
—Os envidio, esos son los viajes guapos.

Después, la trivialización llega de manos de algunos comunicadores: La pregunta del periodista Nacho Abad en Espejo Público si “fue sexo consentido o violación” ya es el rizo que hizo estallar las redes sociales ¿Presunción de inocencia? Claro, lo que tu digas, machote.

No somos inocentes. Todos hemos violado a esa joven. Todos somos responsables. Hemos convertido la vida en un puto reality show donde las comidas con los amigos, los platos deliciosos y los encuentros sorpresivos con famosos se retransmiten. Cosificamos la vida. La vida no es nada, es un paisaje de fondo. Lo que cuenta es la foto de instangram o  el video que retransmitimos.

Yo que trabajo en esto, que no tengo más remedio que usar las redes y los medios de comunicación masivos y no masivos he optado por quitarme de la foto. Yo no soy la protagonista. No quiero serlo. Mi vida es algo muy privado y solamente me retransmito cuando siento la paz y el convencimiento necesario para ello.

Las cosas más importantes de mi vida no han pasado por cámaras, ni grabadoras, ni redes. Los mejores momentos están guardados en el corazón y acaso han logrado traspasar al campo de la palabra, o al relato oral donde todo es menos evidente. Quizá también les pase a ustedes.

La mirada de mi hijo recién nacido sobre mi regazo, el estertor del mejor polvo de mi vida, amanecer en el Caribe después de un día de viaje. Nada de eso está en la nube.

Cuando uno es pleno no necesita fotos. Lo del trabajo, obviamente, es otra cosa.

Estos jóvenes, culpables o no —no nos metamos encima en un lío por quitarles la palabra presunto del sujeto—miran en derredor y no ven a personas, si no sujetos anónimos a quién utilizar; territorios violables. Prefieren usurpar a amar. Qué triste. ¿No será más bonito que conquistes a la mujer que te gusta con risas y bromas y no con reinoles?

El corporativismo masculino es deleznable. Lo peor, es que está anclado en nuestro subconsciente. Para muchos, una mujer de sexualidad abierta es una puerta abierta para tu barbarie. Un estercolero donde tirar tu mierda. Un territorio violable, sí.

 

Temas

Relaciones, amor, vida. Lo que de verdad importa

Sobre el autor

Periodista por la Universidad Complutense de Madrid, escritora y gestora cultural. Investigadora de las relaciones humanas. Máster en sexología por la Universidad de Alcalá de Henares. Desarrollo trabajos como directora de comunicación


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