García Martínez
El Domingo de Ramos -hablo del primero, del estreno, vaya- es todo un libro abierto del que se obtienen valiosas enseñanzas. Tal como yo lo veo, la principal de ellas es que, aun fiándonos de todos, no hay que fiarse de ninguno, Y menos aún de los que, entre palmas y olivos, te prometen incondicional fidelidad, ¿Pues qué le pasó a Cristo? Ese domingo que digo lo agasajaron bien agasajado. Cualquiera, en su lugar -un político por ejemplo- hubiera pensado que tenía el mundo en sus manos. En olor de multitud, que se dice, entró el Señor en Jerusalén y sin asesores de imagen.
Me imagino a los halagadores de turno -pues pelotas hubo siempre- haciéndose ver alrededor de la burra, Con la palma más airosa (la mejor de Elche) y el ramo de olivo más ostentoso, y clamando: “¡Señor de Nazaret: hasta la última gota de mi sangre derramaría por tu causa!”. Me imagino también a Jesús mirando al pelota, y mandándole en seguida un mensaje al Padre: “Ya los veo, Padre mío, diciendo digo donde luego dirán Diego”.
Después, cuando llegó la hora de la verdad, pidieron la libertad del violador de niñas y la condena del Cristo inocente, Son los pelotas algo así como una subespecie de la especie humana. De modo que, a lo primero, ramos, y a la postre, pescozones, y no me refiero tanto a Judas -un pobre hombre, al fin- como a los otros: esa legión de aduladores profesionales, esa broza de la Humanidad.