García Martínez – 5 mayo 1993
Me he pasado toda la noche dándole vueltas a la cosa esta del viento. Porque, la verdad, no acaba de satisfacerme.
Todos los fenómenos naturales, incluso los más catastróficos, encierran algún sentido. Pueden carecer de justificación, pero sus efectos, aun siendo adversos, se comprenden y se toleran. Más que nada porque a la fuerza ahorcan. El viento es otra historia. Lo primero de todo, que no se ve, lo cual ya jode, con perdón. Sólo sirve para despeinar a las palmeras y, lo que es aún peor, a las señoras. Molesta mucho: en el rostro, en los sombreros, en las orejas, en los ojos, en la boca…
Fuera quien fuese el inventor, creo que tocante al viento se equivocó. Si no hubiese viento, nadie lo echaría de menos. Sería mucho más rentable que el gasto que se hace soplando se hiciera lloviendo. El viento, además, ulula.
Horas y horas ululando. Una contraventana que golpea, una persiana no deja de menearse: son ruidos monótonos, sin monótonos, sin música ninguna. Al contrario que la lluvia o la nieve. (La música de la nieve es el silencio ese tan profundo). ¿Ves? La brisa está muy bien. Por eso ha sido tan cantada por los líricos. La brisa es un viento civilizado, a la medida del hombre. La brisa es el sombrero del paisaje.
Tenemos, además, que el dichoso viento trastorna las cabezas. La gente se pone dislocada, y muchos se ahorcan. Y si no viésemos en tiempo de elecciones, todavía de elecciones, todavía.