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Terrazas parisinas

Un café o una cerveza en una terraza, es un placer de esos que la vida nos pone, no en bandeja, sino en mesa en este caso. La escritora murciana Lola López Mondéjar se instaló un tiempo en París para documentarse de cara a uno de sus libros que ya le rondaba en mente. Comentaba cómo las terrazas marcan un poco el ritmo de una ciudad, lo rápido o lento que sus gentes viven. Otro escritor de la misma tierra, Arturo Pérez-Reverte también aludía a las terrazas y a su fuerza inspiradora, pues desde ellas “se ve la vida pasar”.

Quizá en nuestras ciudades, si el clima lo autoriza, tengamos un buen muestrario de terrazas: con vistas; en sombra; en plazas; escondidas, etc. Pero claro, cuesta poder disfrutar de ellas, pues siempre tenemos algo pendiente qué hacer: que si ir al dentista; que si pasar por el supermercado… Yo me he inventado un pequeño truco. Se lo cuento por si les sirve y lo quieren copiar. Cuando quedo con amigos para tomar un aperitivo y, el lugar elegido es una terraza, llego unos diez minutos antes de la hora, así puedo “anticipar” este pequeño momento de intensidad vital. ¡Les animo a ello! Pues tal vez, después del ratito de charla, nos entren a todos las prisas. Así que lo estiro, pero de forma anticipada, ya ven.

Este placer de la vida en las terrazas nos lleva a París donde ya, la disposición de las sillas, todas ordenadas en forma paralela, mirando a las avenidas y calles, dice mucho de cómo conciben estos momentos de felicidad. ¡Oh-là-là! En muchos países del norte de África podemos ver cómo se expandió esta idea de disfrutar de las terrazas y de “la vida que pasa”, por la misma colocación de las sillas observadas en Francia. Sin embargo, en otros ayuntamientos –así sucede en el mío-, la ordenanza obliga a que las sillas se coloquen “de forma reticular sobre la mesa”. ¡Qué se le va a hacer! o, “C’est la vie!”, que dirían nuestros vecinos parisinos.

Pero ya acomodados en una terraza de París, las mesas están cerquísima unas de otras. Tanto es así, que se pueden escuchar sin querer –bueno, queriendo también-, las conversaciones de otras mesas cercanas, pegadas casi, ¡vaya! Y yo que fui con el ánimo de aprender francés, progresé muchísimo en mi aprendizaje de vocabulario nuevo.

Y hay una razón para esta proximidad extrema entre las mesas de las terrazas parisinas. La ordenanza francesa, además de fomentar la felicidad al colocar las sillas mirando a las avenidas, regula el impuesto a pagar en función del número de las mesas. A mayor número, mayor contribución. De ahí que no solo estén próximas, sino que son casi diminutas. “Para optimizar el espacio”, me decían los camareros. Pero la ordenanza es bien minuciosa. Si la terraza en cuestión donde nos hemos sentado tiene algún elemento decorativo, pensemos en jardineras o en toldos, entonces se incrementa la tasa un poquito más (y es posible que, con ello, el precio del café). Y ya, el súmmum es cuando en la carta del menú el restaurante ofrece en la terraza ostras o marisco. Entonces ya, entran en juego unos coeficientes de incremento que suben la cuota del impuesto casi al séptimo cielo, donde –casualmente- también estará el cliente que esté sentado en esta terraza comiéndose los langostinos.

Pero, con o sin marisco, al menos “un café au lait” en los Campos Elíseos es un “must” que todos deberíamos tener anotado en nuestro listado, más o menos largo, de momentos felices. Y si, para colmo de bienes, somos invitados, sumatorio que añadimos, como la ordenanza francesa que va añadiendo factores. Lo que sí nos pondrán, sin pedirlo, es un vaso pequeño de agua. ¡Todo un detalle!

¡Camarero, por favor, póngame otro “café-olé”! Que yo aquí sentada… me quedo un ratito más.

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