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“Arquitectura de autor” por el Cantábrico

La ruta de hoy sigue la huella de cuatro arquitectos que han dejado parte de su “alma constructiva” en el norte de España. Como si fuera uno de esos chistes que unen a personas de distintos países en situaciones dispares, ellos  -los arquitectos- serán nuestros guías. Un canadiense, un británico, un italiano y un brasileño, juntos por el Mar Cantábrico… ¿Qué harían? Y la situación no es otra que trazar un mapa de viaje donde la cultura hace el camino. Haremos, con ellos, tres paradas. Todas junto al agua de una ría o del mar. He ahí la nota común.

Comenzamos en Bilbao. Esta ciudad ha sufrido lo que ya se conoce como el “efecto Guggenheim” ante la capacidad de atracción turística que ha desplegado este museo, lo que provoca a su vez, que el propio edificio destaque por encima de sus colecciones. Frank Gehry tiene la culpa de ello. Coloquialmente este inmueble se conoce como “la flor de titanio”, porque desde una panorámica aérea se asemeja a una flor abierta. Y el material de la fachada (¡Valiente Gehry!), que refleja los rayos de sol a distintas horas, hace el resto de la magia lumínica. Es difícil entrar en el museo y no quedar atrapado por el “efecto” comentado, pues al final son –somos- muchos los visitantes que vagabundeamos por el inmueble –por dentro; por fuera; en sus terrazas… – y prestamos poca atención a las obras colgadas en las paredes, maravillados por los entresijos del edificio. Sobre todo si es la primera vez que vamos al museo. En la segundas visitas, ya se controla un poco mejor este “síntoma” y uno puede disfrutar de los cuadros o las esculturas. Así pues: ¡Pasen y vean! Y, si pueden, repitan para superar ya, o al menos un poquito, el “efecto”.

En Bilbao las bocas del metro son muy queridas por lo bellas que han quedado. Muestra del cariño es el apodo con el que se conocen: “los fostercitos”, alusivos a su autor, el arquitecto británico Sir Norman Foster. Es raro que una entrada al metro incite a bajar, pero están tan bien logrados que, en nada que nos despistemos, ¡estamos dentro! Los más bonitos están justo debajo de grandes tilos, casi escondidos.

Seguimos nuestra ruta, en trazado paralelo a la costa y, nos detenemos en Santander. El guía es ahora Renzo Piano. En pleno centro de la ciudad, casi robándole lugar al mar, se encuentra el “Centro Botín”. La idea predominante es la suspensión en el aire. Los dos edificios que componen el conjunto parecen no precisar pilares. Garantizado queda, que se puede pasear por la planta baja sin apenas tropiezos.

Una hora y poco más de camino y la parada es en Avilés, muy cerca de Oviedo. Nuestro guía es ahora Oscar Niemeyer y la parada es en el “Centro Niemeyer”. Cuando el arquitecto recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes tuvo ya la primera idea del entonces proyecto. De esas visiones que comienzan su primer trazado en una servilleta de papel o en un pequeño folio en blanco y, de ahí, terminan quedando plasmadas en una forma tridimensional gigantesca. El brasileño es amante –cosa que no sorprende- de la línea curva. Y el centro rinde honor a este amor curvilíneo pues hasta el restaurante es circular. Es más, uno de sus accesos lo es por una escalera de caracol de igual trazado curvo. Su idea originaria era crear un lugar que estuviera vinculado con los Premios, donde cada premiado dejara alguna muestra de sí mismo o de su legado artístico. E ir así aglutinando un patrimonio de gran valía.

Si empezamos la ruta en Bilbao donde, casi seguro, para superar el “efecto Guggenheim”, nos tomaríamos un “pintxo” al salir del museo, ya en la última parada nos espera una “sidrina”. Pero esto ya sería hablar de gastronomía de autor y es otro cantar, digo, manjar.

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