Estoy segura de que a muchos de ustedes les pasará como a mí: Vemos películas que no existirían de haber estado antes los teléfonos móviles. Los “buenos” podrían haberse avisado entre sí de la cercanía de los “malos” y haber evitado asesinatos o maldades que han sido, precisamente, el argumento y la trama de esas películas. Por supuesto, hace ya muchíiiiisimo que dejaron de circular chistes comparativos sobre preservativos y móviles (teóricamente, ambos daban cobertura a un capullo) y ya nadie duda, por peligrosas que sean sus ondas, de las bondades de los “selulares” como suelen decir nuestros hermanos hispanos. El problema surge, como en todo, cuando no somos capaces de dar el lugar que necesita el móvil, en lugar de supeditar nuestra existencia al uso del mismo.
Que puedan localizarnos allá donde nos encontremos es tanto una bendición como una maldición, dependiendo, obviamente, de las ganas que tengamos de ser localizados. Sin embargo, pese a ser, en algunos momentos, un lastre, no sabemos vivir, estar, movernos o existir sin la lacra del pitido o la musiquilla fluyendo desde nuestros bolsos o bolsillos. Y a tal extremo ha llegado el sometimiento y la esclavitud, que olvidamos desconectarnos de ellos en actos tan importantes como una celebración religiosa, léase bodas o funerales; o cualquier evento social, léase obra de teatro, conferencias, nombramientos, entregas de premios…
Dice una cancioncilla un tanto escatológica que en este mundo cochino nadie escapa de ciertas servidumbres. Y hemos de reconocer que en esto de los móviles ocurre exactamente lo mismo. No hace mucho que a nuestro Rey, en un acto institucional, le sonó el móvil con la maravillosa música de una risa infantil. El Rey lo paró o lo apagó pero, evidentemente, no respondió a la llamada. No ocurrió lo mismo hace unos días en dos lugares tan significativos como un teatro y una iglesia. Por mucho que les cueste creerlo, les aseguro que yo estaba allí y que es tan cierto como la luz el sol. En el teatro, el tío genares que recibió la llamada tuvo la desfachatez de contestarla y, en el silencio que se hizo puesto que los actores pararon la representación en señal de repulsa, hablar en voz alta como si se encontrara en el salón de su casa. Si sentí vergüenza ajena no fue nada para la que experimenté cuando apenas un par de días después, en nuestra hermosa catedral ocurrió otro tanto justo cuando la señora en cuestión iba a comulgar. Justo en el momento en que el sacerdote le levantaba la Hostia para dársela, le sonó el móvil, y les juro por Snoopy, que la buena señora se apartó a un lado del altar para responder. Sobra decir que había rostros que eran un poema.
¿Que los móviles son, en ocasiones, una puñeta? Pues no. Las auténticas puñetas somos los humanos que no sabemos poner coto entre las tecnologías o las bondades de las mismas y la propia libertad y el respeto que debemos a la sociedad y a nosotros mismos.