Lo peor de la ley Wert es que está condenada a la evanescencia. Nace sabiéndose efímera, hija de una coyuntura política más que del entusiasmo colectivo, sin la garantía de durabilidad que debería exigirse a una norma tan importante, acaso la de mayor trascendencia de las que pueden promulgarse: la ley que dibuja el marco educativo en el que se formarán varias generaciones de españoles. Cuando el PP vuelva a la oposición, será derogada y sustituida por otra, con la misma facilidad con que se reemplaza un electrodoméstico defectuoso, y la Lomce quedará reducida entonces a papel mojado. Tiene la pinta de que no hará historia por haber rebajado los niveles de abandono escolar temprano, ni por haber permitido a España escalar posiciones en la lista de los países mejor instruidos. Será tan solo la enésima ley educacional de la democracia, y dejará paso a la siguiente, que previsiblemente plasmará también el credo del partido de turno en el Gobierno y tampoco concitará la unanimidad del Parlamento ni la complicidad de la comunidad educativa, pero sí levantará tanta polvareda como ésta, como todas las anteriores y como las que llegarán después. Tan errática es la legislación española en esta materia que a una de las leyes precedentes, la Loce de Pilar del Castillo, ni siquiera le dio tiempo a estrenarse, porque hubo cambio de inquilino en La Moncloa y el Gobierno entrante la metió en la trituradora. Finlandia, el país al que se reconoce el sistema educativo de más calidad en Europa, mantiene la esencia de su ley general desde 1978, y quizá esa permanencia a prueba de vaivenes electorales tenga que ver con su excelencia, con las mejores calificaciones en el informe Pisa año tras año, con el reconocimiento social de la figura del profesor (la más estimada por los fineses), y con los escolares mejor preparados para salir al mundo.
Aquí hemos vuelto a enredarnos con la hojarasca. Convertimos en una cruzada la obligatoriedad de la Religión y su alternativa de Educación Cívica, enfrentamos las reválidas a la selectividad, nos preguntamos si es razonable que se repita curso con tres suspensos, y ponemos el foco en la lengua vehicular. Está bien. Hay que hacerlo. Tales asuntos constituyen los pilares del sistema, por lo que conviene cimentarlos sólidamente. Pero adolecen de una falta de consenso con padres, profesores y alumnos, son repudiados por la oposición parlamentaria -que espera su momento para hacerlos añicos-, y están condenados por tanto a la insignificancia histórica. No dejarán más huella que la polvareda. Otra ley sucederá a la Lomce, y de nuevo habremos olvidado en España la lección de que la verdadera educación empieza varias generaciones atrás.