Valcárcel fue el primero. Le hicieron escrache antes que a Esteban González Pons, al ministro Jorge Fernández Díaz y al remilgado Jorge Moragas. Las manifestaciones convocadas en Murcia por los sindicatos contra los recortes del Gobierno regional solían detenerse ante su casa de la Gran Vía, donde invariablemente tenía lugar una ‘performance’ con lanzamiento de huevos al edificio en el que viven Valcárcel, su familia y un vecindario atemorizado. En eso -en señalar- consiste el escrache, que estos días ha puesto de actualidad en España la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). El diccionario de la RAE ofrece dos acepciones para explicar este palabro de origen argentino, con el que conviene familiarizarse porque nada indica que la tensión social vaya a ir a menos: ‘fotografiar a una persona’ y, ‘romper, destruir, aplastar’. Los primeros escraches de los que se tiene constancia llevan la firma de las víctimas de la dictadura de Argentina, que canalizaron su rabia contra las leyes de punto final que impedían juzgar a los genocidas señalando pública y ruidosamente dónde residían los culpables que se habían ido de rositas, para que por lo menos sintieran vergüenza. Los detractores de esta modalidad de acción directa se remontan sin embargo a la Alemania nazi, y recuerdan que Hitler también señaló en su día las casas de los judíos, marcándolas con una estrella de David para facilitarle la barbarie a la turba enloquecida, y sostienen que aquello, visto así, fue igualmente una forma de escrache. Para un debate menos apasionado queda la disquisición jurídica de si acosar a un político de la forma en que la PAH propone constituye un delito -de los llamados pluriofensivos-, a la luz del artículo 498 del Código Penal.
Pero esto último sería lo de menos, aparte de que nos llevaría a un debate estéril. La reflexión debe echarse por otros derroteros, y reviste dudas interesantes: ¿tiene derecho alguien a acosar a un político, a su familia y a sus vecinos, ‘señalando’ dónde vive aquél, por torpe, negligente o corrupto que pudiera ser? ¿Es cierto que no queda otra vía mejor para exteriorizar la indignación que la del escrache, o que una ley de punto final amenaza con dejar impunes las injusticias en España, al igual que en Argentina? ¿No debería un movimiento social responsable (la plataforma antidesahucios ha demostrado serlo) canalizar de otro modo menos arriesgado la desesperanza de quienes se ven despojados de su casa? ¿Quién garantiza que nadie, a un lado o al otro de la acera, perderá los nervios en medio de un escrache?