García Martínez – 26 mayo 2005
Cada vez que aludo a la morcilla murciana, los churubitos y lechuguinos -los intelectuales que llaman- ponen el grito en el cielo. Pero me da lo mismo. Juro que he de seguir. Hasta que me salgan las morcillas por las orejas. Hasta la extenuación, si fuera necesario. O sea que van listos.
Sépase que no me ocupo de la morcilla por mero capricho. No me tengo por morcillero gratuito. O irresponsable. Primero, porque la morcilla, en sí misma considerada, está ahí. Es una realidad. Grata. No como la bomba que pusieron anteayer en Madrid, que es una realidad lamentable.
Y segundo, porque, ese mismo día, la morcilla murciana resonó en todas las Españas, en la voz de Luis del Olmo, que la elogió como se merece y la puso en pie de igualdad con la famosa de Burgos. A mí me gustan las dos. Y no sólo por tenerlas prohibidas. Pero, si se comenta la burgalesa, ¿por qué les cae tan mal a algunos que se comente la murciana?
No escuché bien a cuento de qué salió a relucir nuestra mercancía en el Protagonistas, programa nacional de Punto Radio. Pero el hecho es que salió. Y a mí, que soy un patriota, se me aceleró el corazón. Pues me tengo por un mártir de la morcilla, ya que, si continúo consumiéndola en tan gran medida -estando como estoy tocado del ala-, moriré por ella. Como los mártires murieron por defender su fe.
Está muy claro que cada uno, cada Región, ha de presumir de aquello que tiene de bueno. Y la morcilla lo es por naturaleza. Eso sí, no hay que ponerle orégano de más -vicio en el que unos pocos incurren-, pues antes o después acabas regoldando. Me refiero al regüelgo molesto -porque se te sube el orégano al galillo-, no a ese otro que te reconforta. El lector bien me entiende.
Tampoco quiero pasarme de rosca. Si hoy me he decidido a traer aquí la morcilla, es porque Del Olmo me ha dado pie para ello. Que tampoco soy de los que la sacan a relucir con motivo o sin él. Aunque, bien mirado, motivo siempre ha de haberlo. Ahora mismo, tal como está la cosa del agua, no podemos distraernos ni un instante. Pero eso no quita para que, en un ratico de tregua, nos aticemos alguna que otra. Nada más que para subsistir.
Nada más que para no morirnos de carencia.