García Martínez – 29 mayo 2005
Se suele decir que los zagales de ahora son más bordes que los de antes. Que no respetan ni a Dios, ni a los padres, ni a los profesores. Tampoco, a veces, a sus propios compañeros, de los cuales se mofan, hasta el punto de que, al no poder soportarlo, alguno se ha suicidado.
Lo estamos viendo en los medios de comunicación. Y en el propio barrio. Y hasta en la propia casa.
Los enseñantes se quejan de que no los consideran lo que se dice nada. Que los alumnos los chulean, les replican de mala manera y hasta los acojonan con sus actitudes frías y chulescas. También ocurre que muchos padres de hoy en día, en lugar de poner al zagal en su sitio, van al colegio y defienden esos comportamientos del retoño, desautorizando a los maestros.
La letra ya no entra con sangre, pero menos aún con buenas formas. Las criaturicas hacen lo que les sale de los cataplines, maleducadas como están en la violencia y en el desprestigio que padecen unas mínimas reglas de comportamiento. A eso ayudan la tele, el cine, los juegos cibernéticos, el Internet y los móviles.
-Y la madre que parió a Peneque.
También. Alguien tendrá la culpa de esto. Me imagino que todos, bien que unos más que otros. Pero tengo para mí que la responsabilidad mayor corresponde a la índole de los tiempos. Nuestros pequeñuelos hacen lo que les dejan hacer. Y aquello a lo que los invitan las publicidades basadas sólo en la búsqueda de ganancias. Los modos y maneras de la sociedad en que vivimos los han hecho sus víctimas. Por lo que algo tendrán que purgar los políticos, que son los que le otorgan carácter a nuestra convulsa época.
Hay una permisividad mal entendida, una tolerancia sin freno, un desprecio de la mínima disciplina que se requiere para ser persona y vivir entre personas. Y eso sucede porque quienes nos gobiernan aún no han entendido que la democracia no es el todo vale, sino que sólo vale aquello que deja en paz a los demás.
Temen los políticos que se les tilde de no progresistas si cumplen con la norma. Y que se les llame cavernícolas.
Es, sin embargo, su torcida forma de entender la democracia la que nos devuelve a las cavernas.