Entró con su hombre y un grupo de amigos a uno de los restaurantes donde, la may ría de las veces, celebraban cualquier acontecimiento que se preciase.
Ella es una mujer de media edad, atractiva, sociable y jovial pero que, no obstante, hace algún tiempo se ha convertido en “invisible” a los ojos de los hombres. Al menos, eso es lo que ella siente.
Se sentaron en una de las mesas frente a otra de tres comensales, dos quedaban de espaldas a ella, pero el tercero, un chico, aparentemente bastante más joven que ella, la miraba fijamente desde el momento en el que entró en el salón.
Dudó, durante algún tiempo, de que fuera a ella a quien dedicaba tan encantadora e insistente mirada pero terminó por convencerse de que, efectivamente, era a ella. No sin cierto disimulo, le sonrió tímidamente y a él se le iluminó la cara devolviéndole la mejor de sus sonrisas.
De pronto, comida, comensales, alegría compartida, pareja, amigos, mesas, ventanas, cortinas…, todo desapareció para dar paso a un universo único y olvidado en el que sólo existía ella como una mujer deseada, apetecida de nuevo, y unos ojos, unos ojos juveniles, ávidos, acariciadores…
Hubiese querido detener el momento, alargarlo hasta llenar ese agujero de anodina existencia que se le abría en el alma como un cráter. Reía al escuchar las risas de sus compañeros sin saber de qué estaban riendo, porque todos sus sentidos se hallaban concentrados en una mirada que la llenaba de luz iluminándole el alma.
Cuando él tuvo que marcharse la miró con cierta angustia, como se miran esos trenes que salen del andén momentos antes de la llegada y nos impiden tomarlos.