Quienes nos dedicamos a la muy “noble” tarea de largar, una vez pasado por nuestro tamiz aquello que vemos y escuchamos, deberíamos tener un cuidado especial a la hora de elegir qué es lo que vamos a situarles a ustedes desde nuestros cristales, sin ser acusados, por ello, de vacíos o superficiales. Y, desde luego, en muchas ocasiones deberíamos dejar que se calme la efervescencia que la noticia pueda producir en su momento más álgido. Por eso, hoy voy a hablarles a ustedes de cuernos. Es decir, de los ecos ya apagados del escándalo de los Robinson.
A ver, el apetito sexual no tiene límites. Los límites los pone esa hipocresía que impide sacar a la luz lo que sucede tras ella. Es decir, no es que no ocurran más… ¿escándalos?, sino que no se conocen, que se ocultan bajo las faldas de una doble moral, más doble todavía y con rasero diferente si se trata de una mujer. Y ahí tienen las pruebas: hace días saltó el supermegachachiescándalo de la señora Robinson, que ha sido capaz de desenterrar una vieja canción (preciosa melodía) que suena a todas horas y que acompaña la noticia del desmadre de dicha señora.
Vale, no voy a disculpar que le haya colgado a su señor marido una cornamenta del tamaño de la Torre de Londres, aunque ya saben lo que dicen de los hombres: “que son animales indefensos sin cuernos”. Desde luego, su marido va a tener problemas con los cableados de alta tensión, por altos que estén, cosa que no es de risa porque, en el tema de cornamenta, quien esté libre de pecado que suelte la primera risa. Y, al decir pecado, me refiero tanto al tema de ponerlos como al de llevarlos. Que hay cada cornamenta anónima que ya ya…
El problema de todo esto es la diferencia con la que se siguen tratando los cuernos dependiendo de la persona que los coloque, porque, sin ir más lejos, al señor Clinton, un tipo al que le convendría plastificársela en lugar de usar preservativos (a no ser que lleve comisión en las ventas de los mismos), no sólo no le costó la carrera presidencial sino que, si me apuran, salió hasta reforzado con un halo de macho de tres pares de narices. Pero hete aquí que los cuernos plantados por la señora Robinson no sólo le han costado la carrera política a ella, sino a su marido. Vaya hipocresía de sistema. Mientras los hombres celebran con sus amigos y una buena cerveza sus correrías cornamentales, las mujeres, como nuestra política, acaban en el psiquiátrico. Toma del frasco, Carrasco. Vamos, como si el calcio de los cuernos no fuera el mismo ¿o es que no lo es? Seguramente no. El calcio debe estar amasado con los diferentes minerales de una u otra moral según sea el “amasante” (que no amasador) masculino o femenino.
Pero como dice el refrán: “El asunto de la… (¿cómo era?) no tiene enmienda. Pues eso.