“Corazón, corazón, no me quieras matar, corazón” reza la letra de una hermosa canción de amor, aunque actualmente más podría tratarse del eslogan de prevención de alguna enfermedad coronaria. La verdad es que es una pena que ningún cardiólogo sea capaz de diagnosticar o prevenir la terrible enfermedad del corazón cuando éste mata por amor.
Así pues, el corazón mata. Sí, ya sé que dicho así parece la mayor de las perogrulladas porque, efectivamente, nos morimos cuando el corazón se harta de latir. Sin embargo, lo que quiero decir es que el corazón puede seguir latiendo pero habernos dejado muertos mucho tiempo atrás. De igual manera el corazón da vida, aunque volvamos a la evidencia más absurda. Da vida cuando no late como el estricto acto mecánico al que está programado, sino por la presencia o la amorosa ausencia de otro simple mortal.
Hace unos días fue San Valentín, un santo tan prostituido comercialmente como san Nicolás devenido en Papá Noel, y la inmensa mayoría de establecimientos se llenaron de rojos corazones para todos los gustos y tamaños intentando llevarnos, por el camino del bolsillo, hasta la ¿perdida? senda del romanticismo.
¿Se demuestra el amor con regalos? Mi respuesta es contundente: sí. Claro que, ahora, tengo que explicar qué es un regalo para mí. Evidentemente, nadie puede negar que un “Desayuno con diamantes” o un viaje a París (por aquello de la ciudad del amor) no sean buenos regalos pero también lo son, y mucho, una notita con unas palabras rebosantes de amor en la puerta del frigorífico (¿qué ha sido de “mi alma os ha cortado a su medida/ por hábito del alma misma os quiero…” y tantos otros poemas de amor olvidados en los libros clásicos); una mirada llena de ternura o de pasión; unas flores; una caricia… y, sobre todo, un beso. Sigo manteniendo que el beso es el termómetro más fidedigno del amor. Un beso. Basta un beso en los labios para que una increíble computadora se ponga en marcha en el interior de nuestro corazón y en él se disparen todas las endorfinas que nos encharquen de felicidad o, por el contrario, salgan proyectiles de angustia, de miedo, de desolación…
Nunca he sido demasiado partidaria de celebraciones de días especiales ¿San Valentín? Y ¿Por qué no San Tiranión, que es hoy? ¿o San Damian, San Eladio o San Cucufate? ¿Acaso no debería demostrarse el amor durante todos los días del año? ¿Necesitamos, de verdad, de un día especial para hacer una manifestación de amor? Entonces ¿qué es lo que hacemos habitualmente? ¿No es el amor un continuo “atreverse, estar furioso/ áspero, tierno, liberal, esquivo/ alentado, mortal, difunto, vivo/ leal, traidor, cobarde y animoso”? ¿Por qué tenemos que ser tan puñeteramente olvidadizos? ¿La costumbre? ¿La rutina? ¿La cotidianidad…? Ninguna estresante rutina debería hacernos olvidar los diarios cuidados que deberíamos proporcionar al amor para que no muera. Porque, como dice una canción de Sabina, “el amor, cuando no muere, mata, porque amores que matan nunca mueren”.
No sé de quién son las palabras que me envió mi querida amiga Pepa en uno de sus correos pero me gustan de manera especial, las cito de memoria así que espero hacerlo correctamente, “Hoy todos, absolutamente todos, se despertaron con azúcar en los labios, pero sólo se dieron cuentan de ello quienes se besaron”.