Cuando escuchamos las palabras “hijo de…” nuestra mente, la mayoría de las veces, coloca tras ellas un adjetivo poco deseable. Sin embargo, nada que ver con la maravilla de ser nombrado y reconocido como hijo de nuestro padre cuando éste ha ejercido como tal, que hay cada pieza por ahí… que menos padre es cualquier cosa. Todo hay que decirlo.
En los pueblos, sobre todo en los no industrializados, en aquellos en los que se conserva el sabor y el encanto del dulce comadreo (aún los hay, aunque parezca increíble), todavía los niños son un poco hijos de todos y todos saben y nombran a Blasete como hijo de Antonio y nieto de Blas, o están al corriente de que Lorenzo se llama así porque desde el abuelo de su abuelo todos los primeros hombres de la casa llevan ese nombre.
Una buena amiga comenzó a firmar sus comentarios en mi blogs como “Mariana, Hija de Aniceto”. Con eso, no sólo reconocía, llena de orgullo, su procedencia, sino que le seguía dando a su desaparecido padre un lugar prominente en su vida. A la menor oportunidad, habló de las bondades de su progenitor y de su paso firme y honrado por este mundo. Me gustó tanto ese gesto tan olvidado hoy en día que le/me prometí escribir sobre ello. Y yo, que como dice Sabina: “siempre cumplo un pacto…” aquí estoy, lindando con el Día del Padre. Parece chistoso o paradójico que se siga celebrando un día del padre para padres que, hoy por hoy, no quieren serlo, puesto que la mayoría de ellos quieren ser coleguillas de sus hijos; amigos… Sin darse cuenta de que amigos pueden tener muchos, pero padre solo uno. Paradójico que se celebre el Día del Padre cuando ya no es necesario puesto que cualquier mujer puede ir a un banco de semen y convertirse en madre por arte y gracia de los laboratorios. Paradójico, sí, porque hoy muchos padres, perdidos, inseguros, depilados, desorientados y separados, se han convertido en una caja registradora intentando comprar unos gramos de amor, tan ficticio como fugaz, de quince en quince días, temerosos de que, esa frágil filial balanza amorosa, se incline, aún más, por la mami con la que los niños están todos los días.
Personalmente creo que, desde que un hombre tiene un hijo, todos los días son Día del Padre, evidentemente, como ya dije, cuando lo es con todas sus consecuencias y con mucho amor. Yo, hija de José Antonio, “el fotógrafo”, todavía hoy conocida y nombrada así en mi pueblo, he tenido mucha suerte, con el padre que me tocó en el reparto. Mi padre, hijo de José, hijo de Fracho, es el hombre más bueno del mundo, y en esa bondad se incluye su infinita generosidad a todos cuantos le han rodeado siempre (mi casa era perennemente una pensión gratuita donde todos los parientes de la diáspora pasaban larguísimas temporadas a la sopa boba), su entrega y dedicación a la familia, la ternura de las pocas tardes libres que robaba a su trabajo para llevarnos al campo y enseñarnos la diferencia entre el hinojo, el tomillo, el romero…, la disponibilidad hacia todos, la sencillez de su corazón, su entusiasmo de niño que todavía y por suerte conserva. De mis padres he aprendido el amor y el respeto a los mayores, la paciencia, el valor de la constancia, del buen hacer, la honradez, la honestidad… Pero de mi padre, del mejor padre del mundo, he aprendido a valorar las pequeñas cosas, a disfrutar con un paisaje, con una flor silvestre; a apreciar a cada una de las personas que nos rodean por lo que son y no por lo que tienen, a tratarlos con una profunda educación, a ser amable y cortes… casi en exceso; a sacrificarme hasta el límite por quienes se ama; a no quejarme por nada y a hacer de la frase “todo el mundo es bueno” la filosofía de Vida. Pero de mi padre he aprendido, sobre todo, a decir “te quiero” y a sonreír, a sonreír a los días buenos y a los menos buenos de