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Ana María Tomás

Escribir es vivir

MADRE

Cuando nació mi primer hijo, alguien se permitió decirme la tontería de que, a partir de ese momento, iba a querer a mi madre mucho más. Como si fuese posible quererla más de lo que la quería o como si sólo se entendiese el inmenso amor que nos da una madre cuando una trae hijos al mundo.

Es verdad que las hay desnaturalizadas, pero tanto madres como hij@s, sin embargo, quienes experimentan el maravilloso, inconmensurable e inefable amor materno-filial saben que eso es el mejor regalo que puede otorgar la Vida. En la madre no sólo encontramos la existencia, sino el más fuerte y seguro baluarte contra todos los peligros físicos o psíquicos, no importa que éstos sean superiores a sus fuerzas, siempre nos protegerá. No podrá evitar que andemos lanzándonos contra las aristas de la Vida pero siempre tendrá un beso para curar nuestras heridas. No podrá impedir que suframos desengaños, pero siempre sentiremos sus fuerzas para continuar adelante. No podrá frenar, con su experiencia, nuestros impulsos a tropezar una y cien veces en la misma piedra, pero sus manos estarán prestas para levantarnos doscientas veces. Y, aunque leamos en sus ojos el “ya te lo dije”, sus labios permanecerán sellados con la más acogedora de las sonrisas.

Ellas, las madres, capaces de enfrentarse por sus hijos a dictaduras y dictadores sin más armas que un blanco pañuelo en su cabeza y un estruendoso silencio. Ellas, visitadoras fieles de cárceles, hospitales, y lugares en donde sólo el amor de una madre es capaz de ser mayor que la mayor de las razones para no ir.

Ellas, las madres, esas mujeres que dejan de tener vida propia desde el momento que sienten latir en su interior un corazón nuevo, que son capaces de soportar durante larguísimos meses una descomunal congestión de nariz o un constipado de tres pares de narices antes de tomar algo que pueda dañar a su bebé. Que pasan noches y noches en vela porque a su criaturita le da por cambiar el ritmo del sueño. Que babean, como gilipollas, cuando sus infantes cantan, año tras año, los mismos villancicos en la función del colegio. Que renuncian a escalar puestos de mayor responsabilidad en el trabajo con tal de poder “conciliar” lo irreconciliable: el trabajo dentro y fuera de casa *( o estás a setas, o estás a Rolex,). Que soportan edades del pavo, de la pava y de una colonia de gansos, sin darse por ofendidas, por muchas ofensas que sus adolescentes y consentidos hijos les dediquen. Que son capaces de renunciar a necesidades propias por cubrir caprichos de sus hijos. Que aceptan con los brazos abiertos, porque así lo quieren sus retoños, a las parejas que les traen aunque vean venir, de lejos, que terminarán partiéndoles el corazón. Que renuncian, una vez más, a su propia vida, a su merecida tranquilidad de la vejez en aras de convertirse, con sus ya exiguas fuerzas, en niñeras de sus nietos, en cuidadoras de las casas de sus hijos, en cocineras de yernos, nueras, nietos y amigos de los mismos…

Sí, ellas, las madres, esas mujeres bellísimas siempre, pese a los años, a los achaques, a las arrugas, están en nuestras vidas para traer el mayor y mejor de los oasis a cada uno de los desiertos que nos esperen. Y, cuando se van, siguen plantando palmeras y excavando pozos de agua en nuestro corazón.

Dicen los Grandes Almacenes que mañana es su día. Yo creo que cualquier día es bueno para regalar algo tan gratuito y tan hermoso como un: “Te quiero, madre”.

*Dicen que iban dos vascos cogiendo setas por el monte cuando uno le dice a otro:

-Mira, Patxi, un rolex de oro.

Y el otro le contesta: “Pero bueno, ¿aquí vamos a setas… o a Rolex?”

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