Hola a todos, queridos compañeros de camino cibernético, una vez lanzada por la olas de la inactividad hasta las seguras playas de la cotidianidad agarro con fuerza este aparatejo que me permite acercarme hasta vuestros ojos y vuestras mentes para contaros, una vez más, una ¿nueva? historia.
Un conocido y famosísimo medio de comunicación de Washington ha realizado un estudio sobre la capacidad del ser humano para apreciar la belleza en determinados momentos y lugares inusuales. Pretendía investigar la percepción, la sensibilidad, el gusto de las personas y sus prioridades. Para ello se le ocurrió el siguiente experimento: Una fría mañana de enero, a las ocho horas, situó a un violinista en una de las más famosos entradas de metro de Washington D.C. Éste, durante casi una hora, toco hermosas melodías para los transeúntes que pasaban a toda prisa sin prestarle atención alguna. Entre las más de mil personas que desfilaron ante él sólo siete personas se detuvieron ligeramente, algunas le dieron unas monedas sin mirarlo y sólo un niño intentó detenerse y tuvo que ser tirado del brazo por su madre.
Cuando dejó de tocar nadie lo aplaudió, nadie se dio cuenta de que se marchaba. Nadie lo reconoció. Era Joshua Bell, uno de los mejores violinistas del mundo y, durante todo el tiempo que estuvo tocando, ejecutó las mejores y más dificultosas partituras de Bach, de Schubert, de Manuel Ponce, de Masseret… con un Stradivarius de 1713 valorado en 3’5 millones de dólares. Dos días antes del experimento ya no quedaban entradas, a 100 dólares, para su concierto.
Evidentemente, el resultado fue que vamos a tanta velocidad que no tenemos tiempo de pararnos unos momentos para apreciar la belleza que podemos encontrar en un ambiente cotidiano, para reconocer el talento que nos sale al paso, por grande que éste sea.
Yo no estoy totalmente de acuerdo con eso puesto que, sin tomarse tiempo para ello, la inmensa mayoría de las personas salimos de casa a primera hora de la mañana como el que se quita avispas del culo, o sea, a toda leche, rogando que los dioses de los semáforos sean benévolos y nos los encontremos en verde, acordándonos de los ancestros del conductor del coche que llevamos delante si no va todo lo rápido que debería cuando no podemos adelantarle, repasando mentalmente lo que dejamos pendiente en casa y lo que nos encontraremos pendiente en el trabajo, proponiéndonos que mañana madrugaremos un poquito más, sólo un poquito, lo justo para no llegar al trabajo, fichar en el último minuto y acordarnos de los ancestros de quienes han ocupado todos los aparcamientos posibles.
No creo que estemos incapacitados para reconocer la belleza, aunque puede que sí lo estemos para disfrutar de ella. Y lo peor de todo es que sí somos conscientes de que, junto a ese regalo inusual que podemos perdemos una inusual mañana, perdemos también muchas cosas ordinarias y extraordinarias de