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Ana María Tomás

Escribir es vivir

NO ES JUSTO

Atravieso un mercadillo semanal de una de las muchas zonas playeras mientras camino detrás de una madre que tira, impotente, de un “criaturo” de no más de cuatro años que, al parecer, tiene un sentido de la justicia de lo más exacerbado. El nene, totalmente enrabietado, repite gritando como un poseso: “No es justo, no es justo…” Una, que tiene deformación profesional y anda a todas horas con el sexto sentido desplegado almacenando experiencias propias y ajenas para transformarlas en historias, pone el oído y aminora el paso para enterarse de cuál es la injusticia que tortura al angelito.

Al parecer, la madre le había comprado un par de juguetes de uno de los puestos, más un helado de chocolate y ya le había dicho “basta” a la petición de alguna otra cosa requerida por el chico, así que él, entre lágrimas y tirones, repetía lo injusto que era el mundo con él.

No son más de las seis de una tórrida tarde de agosto. Hace un calor espantoso y, aunque todos los puestos de fruta están colocados, todavía faltan por desplegar algunos de bisutería y ropa.

Fijo mis ojos en una furgoneta de puertas abiertas desde donde procede el llanto inconsolable de un bebé de poco más de un año que, sujeto por el cinturón de seguridad del asiento, está empapado en sus propias lágrimas y sudor. Junto a la furgoneta, un niño de unos siete años, más o menos, transporta -o, al menos, lo intenta- una enorme persiana enrollada con el fin de extenderla a modo de mostrador sobre unos caballetes que anda colocando su madre, una mujer hispanoamericana. La evidencia es más que palpable y el peso de la persiana hace tropezar al niño que, en un movimiento reflejo para guardar el equilibrio, suelta el fardo. Su madre se acerca presurosa a él y, sin mediar palabra, le propina un buen pescozón como recompensa por su torpeza mientras le arrebata la persiana y la coloca finalmente extendida sobre los soportes. El niño se sorbe los mocos y se limpia las lágrimas con el antebrazo sin detenerse en ningún momento y continúa sacando de la furgoneta enormes retales atados conteniendo ropas, pulseras y otros abalorios. El bebé de dentro de la furgoneta continúa congestionado por el calor y el llanto pero parece que su madre no lo oyera porque permanece impertérrita a su desconsuelo.

No puedo evitar comparar la situación de estos niños privados de lo que, sin ser, considerados derechos fundamentales, sí lo están de tantos otros derechos que una buena parte de otros chiquillos dilapidan a espuertas sin reconocer, ni valorar. A ellos que sufren, a todas claras, una serie de injusticias, no les escucho lamentarse de lo que es justo o no, aceptan las circunstancias dolorosas de su vida sin rebelarse a ellas, sin embargo, ese otro niñato –y muchos otros como él-, convertido en una especie de monstruo “justiciero” tiraniza a su madre porque considera que no tiene suficientemente saciado el inmenso pozo sin fondo de sus caprichos.

Y unos y otros crecen, para desgracia de ambos, sin tener la posibilidad de intercambiar sus vidas, sin conocer qué ocurriría con unos si, en lugar de “castigar” a sus madres por considerar que les son negados parte de los privilegios que, según ellos, les corresponden, tuvieran que soportar un sol infernar mientras montan, día tras día, un pequeño puesto ambulante bajo la inflexibilidad y la dureza de una madre que no es que los quiera menos que esa otra que colma de regalos y permisividad a sus hijos, sino que sabe que la Vida no les va a andar con paños calientes ni les va a perdonar la incompetencia a la hora de lidiar con todas esas injusticias sin prerrogativa alguna.

Por otra parte, esos otros niños, que se ven obligados a aprender demasiado pronto cuál es el precio de las habichuelas, carecen de un espejo mágico en donde, como Alicia, puedan entrar y contemplar, aunque sea fugazmente, una visión prodigiosa de la Vida.

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