Como las muelas. Debería crecernos un corazón del juicio, como ocurre con esas muelas tardías. Ésas que, en ocasiones, reemplazan a alguna picada que hubo que extraer y cuyo fallo cubre una esplendorosa y enormísima muela nueva.
¿Recuerdan ustedes aquel famoso tango que decía: “Si yo tuviera el corazón, el corazón que di. Si yo pudiera, como ayer, amar sin presentir…? Ese tango, como otras muchas canciones, habla de la posibilidad de volver a entregar el corazón a un nuevo amor, cosa imposible cuando ese corazón fue entregado y triturado anteriormente por alguien que nunca mereció semejante regalo.
Como las muelas, deberíamos tener corazones que crecieran a destiempo y permitieran masticar
Dicen que, cuando una puerta se cierra, se abren unas cuantas ante nuestros ojos, lo que ocurre es que éstos siguen fijos en la que se cerró y nos imposibilitan para poder ver qué ocurre tras las nuevas abiertas.
Una buena amiga, hace muy poco, se quedó sin trabajo y sin marido, cual si le hubiera cagado la moscarda (que dicen en mi pueblo), aunque yo prefiero pensar que estaba de racha. La cosa es que, tras venírsele el mundo encima, llorar a moco tendido sobre los hombros de las amigas, sentir la infinita vulnerabilidad del ser humano y la autoestima hecha cisco… consiguió ver una de esas puertas abiertas: se sentó frente al ordenador y, tras pasar un buen número de noches navegando a la deriva, encontró un buen trabajo, al menos buena pinta tenía toda la información que le acompañaba en la página web: un laboratorio en Edimburgo.
Pagó una reserva en un modesto hostal de la ciudad inglesa que le permitiera mientras tanto encontrar piso, metió en la maleta quince kilos (la maleta ya pesaba los cinco que completan los veinte permitidos) entre ropa, zapatos y productos para el aseo, y tomó un avión hasta su nuevo lugar.
En el avión conoció a una estudiante que viajaba al mismo lugar con una beca Leonardo. La chica le dijo que se hospedaría en el piso de un antiguo noviete, aunque siempre amigo, y le propuso que se quedara con ellos, de ese modo, aunque perdiera el dinero de la reserva del hostal, podría ahorrarse el resto del importe hasta que encontrara una vivienda. Obviamente, ella le dio las gracias pero no aceptó. Al bajar del avión, el amigo de la reciente “amiga” esperaba en el aeropuerto, juntos la invitaron a comer y a llevarla donde ella dijera. Pero una cosa trajo la otra; y una risa, una confidencia; y la distancia… y el idioma… terminaron brindando con zumo y mi amiga se quedó con ellos durante una semana hasta que logró encontrar un lugar económicamente potable para su bolsillo.
Cuando mi amiga les preguntó que cómo hacían eso con una desconocida, que bien podría ser una psicópata, ellos le respondieron que, juntos o separados, habían recorrido casi el mundo entero y que siempre habían tenido un corazón acogedor y una cama o un saco de dormir donde reposar. Y que ésa era su forma de devolver al mundo la gratuidad recibida.
Y “uno está tan solo en su dolor… uno está tan ciego en su penar…” sigue diciendo el tango. Pero en el molde vacío del viejo corazón que robaron a mi amiga comenzaron a brotar tiernos tallos que, a falta de corazones del juicio y al contrario que las muelas, es decir, sin dolor y con mucha complacencia, le fueron devolviendo la capacidad de abrazar de nuevo la ilusión.